Pedro Sánchez ha afirmado recientemente que estamos a cien días de la famosa inmunidad de grupo de la que tanto se habla en medios de comunicación [1]. La inmunidad de grupo —también conocida como inmunidad colectiva e inmunidad de rebaño— es un fenómeno producido por la inmunización de una parte de la población frente a una enfermedad, que acaba protegiendo de esa misma enfermedad a la parte de la población no inmunizada. Algo así como un cortafuegos, ya que si hay un brote del patógeno, este no puede trasmitirse de forma masiva a la población porque hay una barrera entre él y el resto de personas.
Ahora bien, sabiendo la teoría, es importante saber que cada patógeno tiene unas características propias en cuanto a su transmisión. Y por otro lado, hay variables sociológicas que afectan a la capacidad de trasmitir una enfermedad. Por ejemplo, no es lo mismo estar en invierno que en verano, en festividades que implican comer en familia, en un grupo social que comparte transporte público frente a otro que utiliza coche, y así un largo etcétera. Además, dentro de una enfermedad producida por un patógeno, el genotipo del patógeno —y también de los huéspedes— afecta de sobremanera a cómo se trasmite una enfermedad.
En resumen, se puede decir que cuanta más gente inmunizada hay en una población, la probabilidad de que un individuo infectado contagie a los demás es más baja. Pero, sabiendo esto, aproximar un dato real de qué porcentaje de la población debe está inmunizada para que no haya riesgo de contagios masivos es arena de otro costal.
En primer lugar —y esto lo está escribiendo una persona que se pasó bastantes años de su vida analizando la variedad de genotipos víricos dentro de un solo paciente, que ya es inconmensurable—, es imposible saber toda la diversidad de genotipos que hay en una población. E incluso si hablamos de un único paciente, aunque analices la variedad que lo ha infectado, solo tendrás la información de la variable mayoritaria que tiene esa persona dentro de sí misma, pero no de las pequeñas subpoblaciones diferentes que también viven dentro de él. Es decir, no conocemos cuántas variables del coronavirus SARS-CoV-2 existen, y no lo sabremos nunca.
Esta realidad se traduce en que cuando existe una variable dominante de un microorganismo circulando libremente en una comunidad, esta puede ser sustituida por otra diferente que presente más resistencia a esa inmunidad, y todo esto debido a la presión selectiva, que le estaría empujando a esquivar los mecanismos inmunes y, por consiguiente, cambiando los márgenes necesarios para alcanzar ese concepto difuso de inmunidad de grupo.
En enfermedades bien conocidas y con décadas de información es más fácil aproximar cómo de probable es que esos escapes del sistema inmunológico sucedan, pero en un virus con un año de vida y con unas vacunas que solo llevan aplicándose de forma masiva unos meses, lo que pueda pasar a este nivel es una incógnita, y si alguien dice que lo sabe, miente. De hecho, esto es tan importante que para muchas enfermedades no existe la posibilidad de alcanzar una situación de inmunidad de grupo —otros coronavirus incluidos—, porque las vacunas o haber pasado la enfermedad inducen temporalmente la inmunidad personal y, por ende, la colectiva, pero tarde o temprano aparece otra variante resistente que la sustituye y vuelve todo a empezar.
Puede que Pedro Sánchez quiera lanzar un mensaje optimista —como el mismo dijo— ya sea por motivos políticos o por otras razones, pero la realidad es que ni él ni nadie sabe qué pasará en los siguientes meses. Y esto es especialmente preocupante cuando se utiliza el término inmunidad de grupo sin saber ni siquiera si puede ser alcanzada. Y lo que es peor, poner una meta imaginaria puede producir que, llegado el plazo arbitrario anunciado, las medidas se relajen y eso cueste —de nuevo— cientos de miles de vidas. O como ya ha pasado en otros países, que perseguir la entelequia de esa inmunidad de grupo lleve a estrategias sanitarias que consistan en dejar a una parte de la población indefensa o a buscar su infección deliberada, para acercarse un poco más a esa meta que no sabemos si existe.
Parte de ese optimismo frente al concepto de inmunidad de grupo es culpa del mal tratamiento que ha hecho la prensa —y los comunicadores científicos— del término, como ya explicamos en otro artículo [2]. No obstante, la OMS es muy clara al respecto:
El porcentaje de personas que deben ser inmunes para conseguir la inmunidad colectiva varía en cada caso. Por ejemplo, para lograr la inmunidad colectiva contra el sarampión es necesario vacunar aproximadamente al 95 % de una población. El otro 5 % estará protegido porque el sarampión no se propagará entre las personas vacunadas. En el caso de la poliomielitis, el umbral es aproximadamente del 80 %. Se desconoce la proporción de la población a la que se le debe aplicar la vacuna contra la COVID-19 para comenzar a observar inmunidad colectiva. Determinar esa proporción es un tema de investigación fundamental y es posible que se llegue a distintas conclusiones en función de la comunidad objeto de estudio, la vacuna que se haya utilizado, los grupos demográficos a los que la vacuna se les haya administrado con carácter prioritario y otros factores [3].
Por lo tanto, cuando un político pone fecha para algo que no se sabe si puede alcanzarse, está mintiendo. Y esto es así sea el que miente del signo político o nacionalidad que sea. Y desde el cuarto poder que supone la prensa, los comunicadores deben esforzarse por exigir que, frente a un problema de salud pública que está matando a cientos de miles de personas, se fijen objetivos acordes a la realidad científica.
[1] Inmunidad de grupo – Pedro Sánchez (Europa Press)
[2] Coronavirus, un año después: divulgadores, mascarillas, ridiculizar e inmunidad de grupo
Fernando Cervera Rodríguez es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde también realizó un máster en Aproximaciones Moleculares en Ciencias de la Salud. Su labor investigadora ha estado centrada en aspectos ligados a la biología molecular y la salud humana. Ha escrito contenidos para varias plataformas y es redactor de la Revista Plaza y de Muy Interesante. Ha sido finalista del premio nacional Boehringer al periodismo sanitario y ganador del Premio Literario a la Divulgación Científica de la Ciutat de Benicarló en el año 2022. También ha publicado un libro con la Editorial Laetoli, que trata sobre escepticismo, estafas biomédicas y pseudociencias en general. El libro se titula “El arte de vender mierda”, y otro con la editorial Círculo Rojo y titulado “A favor de la experimentación animal”. Además, es miembro fundador de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.