Caen bombas en Europa. Los que tenemos lazos familiares con Ucrania vemos las imágenes de ciudades hechas ruinas. Ciudades en las que hemos sido felices entre sus gentes desde hace años. Personas que son conocidas o queridas. Amigos que están ahora en sótanos, con sus hijos enfermos y sin poder escapar. Escuchan las bombas caer sobre sus cabezas. Están viviendo el terror que el estado ruso ha instalado dentro y fuera de sus fronteras. Putin ha decidido llevar la guerra a los hogares de millones de familias. Todo esto ocurre en calles que me son conocidas, tanto o más que algunas de las principales vías de Madrid, Barcelona o Valencia. Casas que no son objetos abstractos, sino que eran los hogares de gente que forma parte de mi vida. Las caras de la gente del barrio de Borschagovka, en Kiev. El restaurante a la vuelta de la esquina y sus jóvenes camareros. Los voluntarios que llevaban años sacando y cuidando a los gatos de las calles. Los grafitis de las gentes alegres de Odesa, famosas en todo el país por su sentido del humor. Las míticas bodas de Chernivtsí. Una sociedad valiente, alegre y entregada. Acostumbrada a los golpes de la vida. Hay una frase hecha en Ucrania que es dar hasta la última camiseta. Aplica a cuando uno comparte lo que tiene, incluso si es la última camiseta que le queda. Ese es el espíritu de la gente de Ucrania.
No ha habido una guerra como esta. No es una exageración. Nunca antes una nación había amenazado al resto del mundo con su arsenal nuclear para frenar a la comunidad internacional. Nunca antes un dictador había amenazado con miles de cabezas nucleares al mundo para conseguir el genocidio y el exterminio de un país. Porque no nos engañemos, Putin sabe que no puede ganar una guerra convencional contra el resto de potencias militares unidas. Por lo tanto, si comienza una tercera guerra mundial, ya ha avisado de que será nuclear. Y breve.
No hay palabras. No hay suficientes lágrimas para expresar lo que un tirano ha destruido en cuestión de días. Todos los pequeños actos de bondad que marcaban el día a día de esa sociedad han sido borrados del mapa. Ya no queda lugar para la paz en un país que arde. Las gentes pacíficas ahora aprenden a marchas forzadas a usar fusiles para defender su hogar. Y mientras tanto, algunos políticos miserables se atreven a cuestionar la ayuda logística y armamentística a un pueblo que lucha por sus vidas, sus hogares y su cultura. Como si los invasores fueran a detener las matanzas de civiles y el exterminio de los ucranianos y su cultura con buenas palabras. Otros incluso se atreven a hacer equidistancia, poniendo al mismo nivel al invasor y al invadido. Y los más locuaces cuestionan que se ayude a Ucrania ahora, pero no a otros países que han sufrido guerras en el pasado. Como si los errores del pasado fueran una justificación para seguir cometiendo errores en el futuro. Como si poner un pero les diera cierta altura intelectual. Como si el hecho de que un país haya cruzado la frontera de la amenaza nuclear para cometer un genocidio no fuera algo peligroso para la propia existencia de la Unión Europea y sus valores.
Ayer Rusia llevó al parlamento la propuesta —que se aprobará como todas las propuestas que se lanzan en un parlamento sin oposición— de meter en la cárcel 15 años a aquellos que cuenten «mentiras» sobre el ejército. Dentro de esa lista de «mentiras» está la evidencia de que el ejército ruso está matando civiles de forma indiscriminada. A mí no me hace falta leerlo en ningún periódico, me lo cuenta la gente a la que le están disparando. Y hay miles y miles de rusos que se atreven a decirlo, pero muchos tienen que huir de su país a marchas forzadas, porque ven el giro autoritario como una señal de que vienen tiempos difíciles. Y es que Ucrania ganará o perderá la guerra, pero cuando eso pase, Putin seguirá en el poder, guiando con terror las vidas de 144 millones de rusos. Porque nadie puede enfrentarse militarmente a un tirano que tiene 6375 bombas nucleares al alcance de su mano.
Hace décadas la ciencia se puso al servicio de las máquinas bélicas de las potencias militares de este mundo. Hoy en día seguimos secuestrados ante la idea de una guerra nuclear, que aunque no llegue, seguirá siendo un fantasma demasiado poderoso que permite —y permitirá— a los tiranos que tengan acceso a esa tecnología a actuar casi sin consecuencias.
La imagen de la cabecera de este artículo ocurrió hace unos días. Son presumiblemente una familia carbonizada que iba huyendo por la calle cerca del parque Babiy Yar. Uno de ellos era un niño. Durante la segunda guerra mundial los nazis fusilaron allí a 100 000 personas. El parque es un símbolo de la resistencia. Ahora, de nuevo, una dictadura ha llevado la muerte a esas tierras. Las imágenes son duras. Mucha gente me ha criticado por enseñarlas. Pero los horrores de la guerra no se pueden entender sin ver, valga la redundancia, los horrores de la guerra. Ese niño hace dos semanas estaba en el colegio, ahora es carne carbonizada en una fosa común. Piensa en ello si en algún momento te ves tentado de mirar hacia otro lado.
Fernando Cervera Rodríguez has a degree in Biological Sciences from the University of Valencia, where he also completed a master’s degree in Molecular Approaches in Health Sciences. His research work has focused on aspects related to molecular biology and human health. He has written content for various platforms and is an editor for Plaza Magazine and Muy Interesante. He has been a finalist for the Boehringer national award for health journalism and winner of the Literary Award for Scientific Dissemination of the Ciutat de Benicarló in 2022. He has also published a book with the Laetoli publishing house, which deals with skepticism, biomedical scams and pseudoscience in general. The book is entitled “The art of selling shit”, and another with the Círculo Rojo publishing house and entitled “In favor of animal experimentation”. In addition, he is a founding member of the Association to Protect the Patient from Pseudoscientific Therapies.