.El precio del progreso: los ancianos venerables
.El precio del progreso: «Hijo, yo al menos reciclaba»
Vivimos en una sociedad que idealiza o lapida, que se mueve entre los extremos más absolutos y categoriza las cuestiones en blanco o negro. Y llegados a este punto sería interesante asumir una realidad: condenar el progreso sería olvidarse de que la medicina moderna nos permite vivir tres veces más tiempo que nuestros antepasados, pero idealizarlo sería olvidarse de las modernas guerras tecnológicas.
Recuerdo con especial cariño una película que me recomendó uno de los mejores profesores que tuve en la universidad, Juan Antonio Alcober Bosch —Juan para los amigos—. Se trataba de La herencia del viento (Inherit the Wind, Stanley Kramer, 1960), donde se muestra cómo el biólogo John Scopes es arrestado y acusado por enseñar la evolución, contraviniendo así las sagradas escrituras y la normativa educativa de su época. Spencer Tracy tiene el papel protagonista, interpretando al abogado que defendió al maestro en cuestión. Recomiendo esta película a toda persona amante del pensamiento crítico y las grandes interpretaciones —no en vano tenemos a Spencer Tracy, Fredric March, Gene Kelly y Dick York—, pero si os he traído esta película no es solamente para recomendarla, sino por un diálogo que protagonizan los dos abogados, el evolucionista y el creacionista. En él se habla del precio del progreso, y ese será el eje temático de algunos artículos que publicaré bajo ese nombre. En concreto se nos dice que el progreso nunca es gratis, que siempre hay que pagar por él. Que a veces parece que hubiera un hombre detrás de un mostrador que nos dice: muy bien, ¿quiere usted tener el teléfono?, aquí lo tiene pero deberá sacrificar la intimidad, el encanto de la distancia… Señor, puede usted conquistar el aire, ¡pero los pájaros perderán su magia y las nubes olerán a gasolina!
Os dejo el diálogo, el cual solo he encontrado en inglés pero merece la pena para todos aquellos que lo puedan entender.
Regresando al título del artículo quiero hablar de un precio que hemos pagado por el progreso: el papel de la experiencia en nuestra sociedad. Puedo imaginar una tribu de cazadores al borde de una hoguera y planificando las siguientes cacerías. Imagino esa escena año tras año y los rostros cada vez están más curtidos por la edad y desaparecen con más celeridad: aquel joven prometedor de unas fiebres, aquel al que llamaban El fuerte le mordió un animal y la herida no se curó bien, aquella joven de cabellos castaños murió de parto, etc. Poco a poco las inclemencias del medio van terminando con todos ellos, menos con uno. El azar y la predisposición biológica permitían que algunos individuos vivieran mucho más que el resto de la tribu, y como la vida del grupo era completamente cíclica el valor de la experiencia de los ancianos era inestimable. ¿Dónde ir a cazar este año que ha llovido poco?, ¿cómo solucionar este o aquel problema? Alguien que ha visto a mucha gente morir o ha pasado hambre recuerda qué se hizo mal, y finalmente los ancianos fueron respetados como partes importantes de la sociedad. Pero eso comenzó a cambiar.
Llegó la escritura y la memoria sobrepasó al cerebro, pero aún hacía falta gente para interpretar los escritos. La experiencia fue un valor en tanto en cuanto la sociedad no avanzaba demasiado en una generación: pequeños cambios a lo largo de décadas. Las sociedades evolucionaban tecnológicamente a paso de hormiga, pero todo eso cambió cuando el progreso se aceleró con el nacimiento de la ciencia moderna. Poco a poco las cosas comenzaron a cambiar en cuanto a las velocidades del avance del saber, pero las noticias viajaban despacio: miles de personas pensaban en cómo aplicar el conocimiento para mejorar la vida de las personas, pero las infraestructuras para trasmitir ese conocimiento eran lentas.
Hubo un momento en que la cantidad de gente dedicada al progreso aumento: científicos, ingenieros, traductores, divulgadores e instituciones científicas se apresuraban a esparcir el conocimiento. Esto produjo que durante la vida de una persona descubrimientos que habían ocurrido en Alemania pudieran cambiar la vida de los habitantes de Perú, o que alguien pudiera continuar los trabajos de un científico que había vivido en la otra punta del mundo. Todo esto antes de la llegada de internet, por supuesto.
Ahora llegamos a un punto que fue decisivo: la globalización y la profesionalización de la ciencia. Hubo un momento en que las sociedades entendieron que tener gente dedicada al progreso repercutía en el bien común, y se comenzó a pagar a la gente que se dedicaba a investigar, y llego un punto en que las comunicaciones mejoraron hasta tal punto que era posible comunicarse casi al instante con la gente al otro lado del planeta. Había nacido nuestra sociedad.
En todo este proceso la velocidad del progreso avanzó a pasos agigantados: en la vida de una persona podían producirse cambios de tal magnitud que, en décadas o lustros, podían aparecer o desaparecer oficios, tecnologías o metodologías. Nunca antes hubo tantos cambios en la vida de una persona, y lo que antes se consideró un valor —la experiencia—, en algunos casos se comenzó a ver como un lastre debido a la elevada tasa de cambio: ¿de qué vale saber cómo se hacían las cosas hace diez años si el mundo es completamente distinto ahora? Es cierto que esto no es así en todos los aspectos de la vida, pero por poner algunos ejemplos cualquier biólogo que terminara sus estudios antes del año 1975 no habrá oído hablar de métodos de secuenciación genética, y todo aquel biólogo que terminara sus estudios hace más de 8 años no habrá oído hablar de las modernas técnicas de secuenciación masiva. Es difícil no quedar desfasado, y actualmente la experiencia ya no supone siempre una ventaja: a veces los más jóvenes saben hacer las cosas mejor. Y ojo, que la palabra joven ya no es lo que era: yo tengo 28 años y no tuve teléfono móvil hasta los 18, y no manejé una tablet (herramienta indispensable para muchísimos trabajos hoy en día) hasta hace poco. Tampoco sé realmente programar, y mi sobrina pequeña lo está aprendiendo en el colegio.
El progreso nos ha hecho pagar algo por esa elevada velocidad de cambio y es que los ancianos queden muchas veces relegados a un segundo plano en el devenir de la sociedad. Nuestros conocimientos acumulados caducan cada vez más deprisa y la experiencia se valora menos. ¿Es eso bueno o malo? No sabría dar una respuesta y cada cual debe buscar la suya, pero eso sí, de forma rápida antes de que vuestros pensamientos queden obsoletos.
Fernando Cervera Rodríguez es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde también realizó un máster en Aproximaciones Moleculares en Ciencias de la Salud. Su labor investigadora ha estado centrada en aspectos ligados a la biología molecular y la salud humana. Ha escrito contenidos para varias plataformas y es redactor de la Revista Plaza y de Muy Interesante. Ha sido finalista del premio nacional Boehringer al periodismo sanitario y ganador del Premio Literario a la Divulgación Científica de la Ciutat de Benicarló en el año 2022. También ha publicado un libro con la Editorial Laetoli, que trata sobre escepticismo, estafas biomédicas y pseudociencias en general. El libro se titula “El arte de vender mierda”, y otro con la editorial Círculo Rojo y titulado “A favor de la experimentación animal”. Además, es miembro fundador de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.
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