Recuerdo que hace unos años decidí perderme. No sabía muy bien hacia dónde ir y necesitaba un cambio de rumbo, así que me fui al monte a pensar. Aire fresco que dicen algunos, o soledad le llaman otros. Tal vez un poco de ambas, pero en definitiva cogí mis cosas y sin saber muy bien a dónde iba me subí a un tren, decidiendo mi destino pocas horas antes.
Con una mochila llena de comida, una brújula, unas cuantas mudas de ropa y una tienda de campaña llegué a Canfranc, un pueblo de montaña del valle del Aragón, en la comarca de la Jacetania y con 550 habitantes. Por su localización nadie diría que antaño fue un lugar esplendoroso e importante. Pero lo fue, y prueba de ello son las ruinas que encontramos allí.
La primera cosa que me llamó la atención fue la gran estación abandonada de Canfranc, inaugurada el 18 de julio de 1928 por Alfonso XIII y que fue una de las estaciones internacionales más importantes del norte del país. Antes de lanzarme al monte coincidí con una visita guiada y allí fui testigo —mediante lo que nos contó el guía— de las historias oscuras de la Segunda Guerra Mundial, cuando el oro alemán circulaba a través del edificio junto al tungsteno español, que iba hacia Alemania para el blindaje de los famosos carros de combate de la división panzer. Durante la ocupación nazi la estación fue un punto de escape de muchos judíos hacia España, por lo cual no es difícil encontrar imágenes en blanco y negro del lugar repleto de agentes de las SS. Sin embargo lo más sorprendente no es lo evidente, sino la gran obra de ingeniería forestal que se tuvo que hacer para habilitar el terreno, ya que las avalanchas de nieve y los desprendimientos eran comunes y eso imposibilitaba construir la estación. Esta situación fue causada por la tala masiva en las laderas del valle, pero para corregir el problema se realizó una restauración hidrológico-forestal del terreno, plantando árboles autóctonos del lugar y creando un nuevo bosque donde antes el ser humano arrasó la vegetación de manera indiscriminada. Así se restauró la masa arbórea en las laderas, se terminó con el problema y se construyó la estación. Sin embargo, el 27 de marzo de 1970 un tren de mercancías francés descarriló a la entrada del puente y destruyó el largo túnel que unía las dos partes de la frontera, y la estación internacional se abandonó muriendo en silencio.
Fotografía 2. Foto de la estación abandonada de Canfranc entre los árboles de las laderas del valle.
Compré un mapa de las montañas y comencé a subir. Mi intención era perderme en los bosques durante cinco días, pero en retrospectiva puedo decir que no estaba bien preparado para la aventura que emprendí. No medí bien los tiempos de la ruta y el primer día me sorprendió la noche. Observé una especie de cueva en mitad del bosque y me adentré para estar resguardado de la lluvia y del frío que comenzaba a calarse en los huesos. Me di cuenta de que dentro de aquel lugar había una antigua construcción, pero estaba cansado y no quería gastar las pilas de mi linterna explorando —y si he de reconocer la verdad, también me lo impidió un miedo irracional a estar solo en aquellas ruinas—. Finalmente, monté mi tienda de campaña y pasé la noche allí dentro y escuchando llover en mitad de los Pirineos.
Con los primeros rayos de luz me desperté y exploré el sitio donde había dormido, dándome cuenta de que era un viejo búnker abandonado. Tal cual averigüé un año más tarde, aquel lugar pertenecía a las ruinas de la vieja línea P (Organización defensiva del Pirineo), que fue una barrera de 6.000 búnkeres construidos entre 1939 y 1948 para evitar que los maquis, los nazis o lo aliados invadieran España cruzando los Pirineos. Y allí estaba yo, dispuesto a seguir avanzando en la otra dirección.
Fotografía 3. Búnker abandonado en los Pirineos
Continué con mi viaje sin saber muy bien a dónde ir mientras buscaba en el mapa las fuentes más cercanas —la ausencia de agua es el verdadero enemigo del montañista—. Durante varios días no vi a ninguna persona. Solamente había ríos, animales, árboles y paisajes inefables. Finalmente, mi poca preparación y la mala suerte volvieron a jugarme una mala pasada, y después de un día arduo la fuente a la cual tenía que llegar estaba seca. Llevaba varias horas sin beber pero intenté mantener la calma, porque a pesar de que estaba sediento dicen que quien no encuentra agua en los Pirineos es tonto, pero finalmente descubrí una trágica verdad: era tonto. No logré encontrar ni siquiera un río o un charco, y entonces decidí arriesgarme y emprender la marcha hasta la siguiente fuente que marcaba mi mapa. Después de cinco horas caminando de manera ininterrumpida, sediento y cansado, las fuerzas me abandonaron y me mareé. Me dejé caer a tierra y cerré los ojos con la única idea en la cabeza de que no podía pararme allí —necesitaba encontrar agua a cualquier precio—. Después de unos minutos retomé el camino, pero al cabo de media hora volvió a repetirse la situación, necesitando esta vez diez minutos hasta sentir que podía volver a caminar. Comencé a preocuparme porque no sabía dónde estaba y cada vez me sentía desfallecer más rápido, pero finalmente la suerte me sonrió. Encontré un charco con el agua bastante clara y me lancé al suelo como un animal desesperado. No serían más de 200 ml lo que habría en aquel hueco de roca, pero me dio suficiente resistencia para seguir caminando. Al cabo de dos horas más volví a sentir que no aguantaría mucho tiempo, pero si mi mapa, los puntos de referencia que había tomado y mi brújula no me fallaban, me faltaba muy poco para encontrar mi fuente. Y finalmente llegué.
Lloré de alegría. No me avergüenza reconocerlo porque lo pasé francamente mal, y a quien no me crea le invito a que suba una montaña con el sol de frente durante todo un día sin beber agua. Recuerdo que estaba fría como el hielo, pero la bebí y metí mi cabeza bajo aquel chorro que me devolvió a la vida. Había cerca una cueva donde instalé mi tienda de campaña y aquella noche comí chorizo con pan duro, bebí agua helada y observé el cielo estrellado más claro y hermoso que tuve la oportunidad de ver en mucho tiempo.
Fotografía 4. Cielo estrellado en Pirineos.
A la mañana siguiente la intuición me anunciaba lluvias y en mi mapa había marcado un refugio de montaña cercano. Me dirigí hasta allí, ya que mi cueva no era muy profunda y dejaba fuera parte de la tienda de campaña. Llegué cuando la tormenta estaba comenzando, y allí estuve totalmente solo y entre cuatro paredes con un techo agujereado, mirando por la ventana cómo los rayos y la lluvia violenta teñían el paisaje de naturaleza salvaje, y solo aquellas cuatro paredes me recordaban que en algún lugar de aquel mundo existía algo llamado ciudad. Pensé durante horas en lo que había vivido aquellos días y me di cuenta de que estaba feliz. Tenía comida y agua, un techo, salud y poco más, pero era tremendamente afortunado. Después de bajar algunos escalones de la Pirámide de Maslow, me di cuenta de que la vida era más sencilla de lo que parecía, que teñimos nuestra existencia de preocupaciones y ambiciones, o al menos ese era mi caso. Decidí dejar mi trabajo, el cual me había dado de comer durante seis años, y decidí embarcarme en nuevas aventuras. Y mantuve mi palabra firme hasta día de hoy.
Salí del refugio y emprendí el regreso a Canfranc, pero antes quise coronar un pico del cual nunca supe el nombre y que me parecía asequible para mis cualidades de montañista patoso. Aunque la nieve no era abundante, esta se dejaba ver en algunas rocas, intuyendo temperaturas poco cálidas. Y allí la encontré, a Edelweiss.
La Leontopodium alpinum es conocida como la flor de las nieves, o por su nombre alemán, Edelweiß (que nosotros hemos adaptado como edelweiss). Esta planta es de la familia Asteraceae, suele crecer en pequeños grupos en las praderas alpinas y más escasamente en los Pirineos. Pero allí estaba, blanca como la había visto en las fotografías.
Fotografía 5. Flor de Leontopodium alpinum
Sabía que es una planta difícil de encontrar y en peligro por la recolecta indiscriminada, y por eso me impresionó verla, sobre todo después de los días anteriores donde tanto me costó llegar hasta allí. Lleno de satisfacción miré el paisaje y me despedí de aquella flor y regresé, paso a paso, a mi vida.
Todos estos momentos han venido a mi memoria por una serie de casualidades ocurridas estos días, entre las que se encuentran planes de viajes sin destino y un libro escrito por uno de los héroes de mi infancia, José Antonio Labordeta, cantautor, poeta, escritor y político español que además fue el guionista y presentador del programa de Televisión Española Un país en la mochila (emitido entre 1995 y 2000), donde recorría España, sus rincones culturales y naturales, mostrando la cara más desconocida de los habitantes, la cultura y la gastronomía de la zona. Estaba leyendo uno de sus libros (Regular, gracias a Dios. Memorias compartidas) y me sorprendí al saber que pasó parte de su infancia en Canfranc y que fue testigo de la evolución de la estación desde antes de que fuera tomada por los nazis hasta su posterior declive y muerte. Buscando entre sus poemas encontré unos dedicados al pueblo donde comenzó mi viaje, mochila en mano, y por eso he querido terminar con ellos. Espero que os gusten.
CANFRANC
por José Antonio Labordeta Subías
Es la piedra y el reino de la piedra
lo que sobre los hombres permanece –de niño
escondí en esta tierra mi inocencia– después
de que la lluvia haya cesado. Aquí,
el águila no importa,
no importa la víbora ni el sarrio.
Sólo la roca aupada contra un cielo azulado
es lo que importa.
Preguntad por el río,
la nieve, por el hielo. Preguntad
por la vida –yo la cogí por estos precipicios–
y nadie sabrá qué responderos.
Es tan sólo la roca, lo repito,
lo que señala el valle y la vaguada.
El pueblo, monótono, se aburre,
se emborracha. No existe el horizonte. La roca,
esa mano de Dios petrificada, es la única señal
que al hombre aguarda.
Fernando Cervera Rodríguez es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde también realizó un máster en Aproximaciones Moleculares en Ciencias de la Salud. Su labor investigadora ha estado centrada en aspectos ligados a la biología molecular y la salud humana. Ha escrito contenidos para varias plataformas y es redactor de la Revista Plaza y de Muy Interesante. Ha sido finalista del premio nacional Boehringer al periodismo sanitario y ganador del Premio Literario a la Divulgación Científica de la Ciutat de Benicarló en el año 2022. También ha publicado un libro con la Editorial Laetoli, que trata sobre escepticismo, estafas biomédicas y pseudociencias en general. El libro se titula “El arte de vender mierda”, y otro con la editorial Círculo Rojo y titulado “A favor de la experimentación animal”. Además, es miembro fundador de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.
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