Creciendo con ciencia ficción

Por Carl Sagan, 28 de Mayo de 1978, The New York Times.

Texto traducido por Daniel Martínez Martínez

*Nota del traductor: todas las obras de ciencia ficción que aparecen en castellano en el texto son las que he podido encontrar editadas en España. Las que no he podido encontrar, he dejado su título original. Si hay alguna que me ha faltado, decidlo en los comentarios. 

Cuando tenía 10 años había decidido, en la casi total ignorancia de la dificultad del problema, que el universo estaba lleno. Había demasiados lugares para que éste fuera solo el único planeta habitado. Y, de la variedad de la vida en la Tierra (los árboles eran bastante diferentes a la mayoría de mis amigos), supuse que la vida debería parecer bastante extraña en todos los lugares. Hice serios intentos de imaginar cómo podría haber sido esa vida, pero a pesar de mis mejores esfuerzos siempre producía una especie de quimera terrestre, una mezcla de animales o plantas existentes.

En ese periodo, un amigo me presentó las novelas de Marte, de Edgar Rice Burroughs. No había pensado mucho sobre Marte antes, pero aquí, presentado en las aventuras de John Carter, era otro mundo habitado, impresionantemente detallado: profundidades de océanos ancestrales, grandes estaciones de bombeo y una gran variedad de seres, algunos de ellos exóticos. Estaban, por ejemplo, las bestias de carga de ocho patas, los thoats.

Estas novelas fueron estimulantes de leer. Al principio. Pero lentamente, las dudas empezaron a corroerme. La trama de la primera novela sobre John Carter que leí se basaba en su olvido de que el año es más largo en Marte que en la Tierra. Pero a mí me pareció que cuando se va a otro planeta, una de las primeras cosas que uno haría es la de enterarse de la duración del día y del año. Después empecé a ver observaciones incidentales que al principio parecían impresionantes pero que, con una reflexión más pausada, se volvían decepcionantes. Por ejemplo, Burroughs comenta de forma casual que en Marte hay dos colores primarios más que en la Tierra. Mucho tiempo pasé con los ojos fuertemente cerrados, intentando contemplar un nuevo color primario. Pero siempre era algo familiar, como un marrón o púrpura turbio. ¿Cómo podía haber otro color básico en Marte, ni mucho menos dos? ¿Qué era un color primario? ¿Tenía algo que ver con la física o con la fisiología? Decidí entonces que Burroughs seguramente no sabía de qué estaba hablando, pero que ciertamente hizo que sus lectores se pararan a pensar. Y en aquellos capítulos donde no había mucho en lo que pensar había malignos enemigos y emocionante esgrima, más que suficiente como para mantener el interés de un niño de 10 años limitado por una ciudad como Brooklyn en un largo verano.

El siguiente verano, por puro azar, me tropecé con una revista llamada Astounding Science Fiction en una tienda de caramelos del vecindario. Un vistazo a la portada y un rápido ojeo del interior fueron suficientes para darme cuenta de que era lo que había estado buscando. Con algo de esfuerzo, me las arreglé para reunir el dinero que costaba, la abrí por una zona al azar, y sentado a no más de unos pocos metros de la tienda, leí mi primera historia corta de ciencia ficción moderna: “Pete puede arreglarlo” (Pete Can Fix It), de Raymond F. Jones, una historia de viajes temporales hacia un holocausto sucedido tras una guerra nuclear. Ya conocía algo sobre la bomba atómica, recuerdo que un amigo me explicó excitado que estaban hechas de átomos, pero era la primera vez que veía las implicaciones sociales de las armas nucleares. Te daba que pensar.

Me di cuenta que estaba enganchado. Cada mes esperaba impaciente la llegada de la Astounding. Leí a Verne y a Wells. Leí, de tapa a tapa, las dos primeras antologías de ciencia ficción que pude encontrar; hice tarjetas, similares a las que con tanto afecto hacía sobre beisbol, sobre la calidad de las historias que leía. Gran parte tenían buenas puntuaciones en hacer preguntas interesantes, pero poca puntuación en cuanto a resolverlas.

Hay una parte en mí que aún tiene 10 años. Pero por lo general ya soy más viejo. Mis facultades críticas, e incluso mis gustos literarios, han mejorado. En la relectura que hice de El final no es aún (The End is not yet), de L. Ron Hubbard, la cual leí casi sin aliento con 14 años, estaba tan asombrado de cómo había decaído su calidad en el transcurso de los años que consideré seriamente la posibilidad de que había dos novelas con el mismo nombre, del mismo autor, pero que diferían enormemente en su calidad. No puedo aceptar la credulidad tan bien como estaba acostumbrado. La trama de Estrella de neutrones (Neutron Star), de Larry Niven, gira en torno a la impresionante fuerza de las mareas producidas por un fuerte campo gravitacional. Pero nos piden que creamos que dentro de cientos o miles de años, en la época de viajes interestelares, esas fuerzas han sido olvidadas. Se nos pide que creamos que la primera sonda a una estrella de neutrones está tripulada en vez de automatizada. Se nos pide demasiado. En una novela de ideas, éstas han de funcionar.

En la técnicamente competente película de Douglas Trumbull, Naves misteriosas (Silent Running), los árboles están muriendo en una enorme nave con sistemas ecológicos cerrados mientras viajan a Saturno. Tras semanas de arduo estudio y búsquedas agonizantes en tratados de botánica, se encuentra la solución: resulta que las plantas necesitan luz solar. Los personajes de Trumbull son capaces de construir ciudades interplanetarias pero han olvidado la regla del inverso del cuadrado. Estaba dispuesto a pasar por alto la representación de los anillos de Saturno como si fueran gases de color pastel, pero esto no.

Tengo el mismo problema con Star Trek, la cual sé que tiene una gran legión de seguidores, y sobre la que muchos amigos míos me recomiendan que vea de forma alegórica y no literal. Pero cuando astronautas de la Tierra aterrizan en algún planeta distante y encuentran seres humanos en medio de un conflicto entre dos superpotencias nucleares (los cuales se llaman a ellos mismos Yangs y Coms, o su equivalente fonético) la suspensión de la incredulidad se desmorona. En una sociedad global terrestre, dentro de varios siglos, los oficiales de las naves son vergonzosamente anglo-americanos. De hecho, solo dos de las 12 o 14 naves interestelares son de personas con nombre no inglés, Kongo y Potemkin. Y la idea de un cruce satisfactorio entre un Vulcano y un terrícola simplemente ignora todo cuanto sabemos de biología molecular y de evolución darwiniana. (Como ya he remarcado en varios lugares, ese cruce es tan verosímil como el de un hombre y una petunia) El mismo problema tengo con aquellas películas en las que una araña de varios metros de alto amenaza ciudades de la Tierra: debido a que los insectos y arácnidos respiran por difusión, estos merodeadores morirían asfixiados antes de que pudieran arrasar la primera metrópolis.

Creo que tengo la misma sed de asombro que cuando tenía 10 años. Pero desde entonces he aprendido un poco de cómo funciona el mundo realmente. Me parece que la ciencia ficción me ha llevado a la ciencia. Encuentro a la ciencia más sutil, más intrincada y más asombrosa que mucha de la ciencia ficción. Además, tiene el valor añadido de que es cierta. Piensa en alguno de los descubrimientos de la ciencia de las últimas décadas: como las partículas que pasan sin apenas esfuerzo por la tierra sólida de manera que detectamos tantas de ellas viniendo a través de nuestros pies como en el cielo; que los continentes se mueven en una gigantesca cinta transportadora y que el Himalaya es el fruto de la colisión de India y Asia; que Marte está cubierto de antiguos valles fluviales; que los chimpancés pueden aprender lenguas de varios cientos de palabras, entender conceptos abstractos, y construir nuevos usos gramaticales; que toda la vida en la Tierra funciona en torno a una única molécula que contiene toda la información hereditaria y que es capaz de replicarse a sí misma; que la constelación del cisne tiene una estrella doble, y que uno de sus componentes tiene una fuerza gravitatoria tan alta que la luz no puede escapar. Frente a todo esto (y hay mucho más, igualmente fascinante) muchas de las ideas estándar de la ciencia ficción palidecen en su comparación bajo mi punto de vista. Veo una ausencia relativa de estos descubrimientos en la ciencia ficción, y las distorsiones del pensamiento científico que a menudo se encuentran en estas obras son una gran oportunidad perdida. La ciencia real es tan capaz de excitar y engrosar la ficción como la falsa ciencia, y pienso que es importante explotar cada oportunidad de transmitir las ideas científicas en una civilización basada en la ciencia pero, que de alguna manera, es incapaz de comunicar de qué va la ciencia.

Sin embargo, la mejor ciencia ficción aún permanece como muy buena. Hay historias tan bien construidas y tan ricas en detalles de sociedades extrañas que me maravillan antes de que pueda ser crítico. Estos trabajos incluyen, por ejemplo, La puerta hacia el verano (The door into summer) de Robert Heinlein; Las estrellas, mi destino (The Stars My Destination) y El hombre demolido (The demolished man) de Alfred Bester; Ahora y siempre (Time and again) de Jack Finney, Dune de Frank Herbert, y Cántico por Leibowitz de Walter Miller. Uno puede pensar mucho sobre las ideas en estos libros. La obra de Heinlein, aparte de la viabilidad y utilidad social de los robots domésticos, aguanta muy bien el paso del tiempo. Las ideas sobre ecología terrestre que se proveen en hipotéticas ecologías extraterrestres, como en Dune, hacen un gran servicio social según mi opinión. He who shrank, de Henry Hase, presenta una fascinante especulación sobre cosmología que está siendo revivida hoy en día, la idea de una regresión infinita de universos, en la cual cada una de nuestras partículas elementales es un universo un nivel inferior al anterior, y en el cual nosotros somos una partícula elemental en el siguiente nivel de universo. Unas pocas y extrañas novelas de ciencia ficción son capaces de aunar temática estándar de ciencia ficción con una gran sensibilidad humana. Estoy pensando, por ejemplo, de El laberinto de la luna (Rogue Moon) de Algis Budrys, Crónicas marcianas (The Martian Chronicles) de Ray Bradbury, y varias de las obras de Theodore Sturgeon, incluyendo To here and the Easel, un espectacular retrato de la disociación de personalidad percibida desde dentro. Breeds there a man, de Isaac Asimov, ofreció una visión conmovedora  del estrés emocional y el sentido de aislamiento de varios de los mejores científicos teóricos. Los nueve billones de nombres de Dios (The nine billion names of god), de Arthur Clarke, introdujo a muchos lectores occidentales en una interesante especulación sobre religiones orientales.

Uno de los grandes beneficios de la ciencia ficción es que puede transmitir partes y piezas, pistas y frases, de conocimiento ignorado o inaccesible al lector. Y construyó una casa torcida (And he built a crooked house), de Heinlein, fue, para muchos lectores, la primera introducción a la geometría de cuatro dimensiones que era más o menos comprensible. Una obra de ciencia ficción ofrece como una cancioncita las matemáticas del último intento de Einstein para unificar los campos; otra presenta una ecuación importante en genética de poblaciones. Que desciendan las tinieblas (Lest darkness fall), de Sprague de Camp, es una excelente introducción a Roma en la época de la invasión Goda, y Fundación (Foundation) de Asimov, aunque no está explicado en los libros, ofrece un útil resumen de algunas de las dinámicas de la remota Roma imperial. Las historias de viajes temporales (como por ejemplo, las tres notables de Heinlein, Todos vosotros, zombies… (All of you, Zombies), Por sus propios medios (By his bootstraps), y Puerta al verano (The Door into summer)) fuerzan al lector a pensar sobre las causalidades y la flecha del tiempo. Esto son todos ejemplos de obras sobre las cuales uno reflexiona mientras el agua corre por la ducha o mientras uno anda por los bosques en una nevada tempranera.

Las ideas de la ciencia ficción están ampliamente dispersas, y se encuentran de varias formas. Por una parte, tenemos escritores de ciencia ficción como Asimov o Clarke proveyendo, en forma de no ficción, resúmenes convincentes y en ocasiones brillantes de muchos aspectos de la ciencia y la sociedad. Muchos científicos contemporáneos se introducen al gran público por medio de la ciencia ficción. Por ejemplo, en la reflexiva novela The Listeners, de James Gunn, encontramos científicos dirigiendo una gran operación de búsqueda de inteligencia artificial mediante radio 50 años en el futuro, y comparando su progreso con las ideas de mi colega Frank Drake. Un gran reto, desde luego. También encontramos ciencia ficción transformada en una vasta cantidad de escritos, sistemas de creencia y organizaciones. Un escritor de ciencia ficción, L. Ron Hubbard, ha fundado de forma exitosa un culto llamado Cienciología.

Ideas clásicas de la ciencia ficción se han institucionalizado en ideas pseudocientíficas como los OVNIS, o teorías de antiguos astronautas, aunque Stanley Weinbaum, en El valle de los sueños (The Valley of Dreams), lo hizo antes y mejor que Erich von Daniken, autor de Recuerdos del futuro (Erinnerungen an die Zukunft). En Wine of the Dreamers, de John D. MacDonald (un escritor de ciencia ficción transformado en uno de los autores contemporáneos más interesantes de ficción detectivesca) encontramos la frase: “Y hay trazas, en la mitología de la Tierra,… de grandes naves y carros que cruzaron los cielos”. R. DeWitt Miller, en su historia Within the Pyramid se anticipa tanto a Von Daniken como a Immanuel Velikovsky, y provee una hipótesis más coherente sobre el supuesto origen extraterrestre de las pirámides de lo que nos podemos encontrar en todos los textos sobre astronautas antiguos y piramidología.

El entrelazamiento de la ciencia con la ciencia ficción produce, en algunas ocasiones, curiosos resultados. No siempre está claro si la vida imita al arte, o viceversa. Por ejemplo, en la sobresaliente novela epistemológica Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan), de Kurt Vonnegut, se propone un terreno no muy severo en la luna más grande de Saturno. Cuando, en los últimos años, algunos planetólogos (yo entre ellos) presentaron evidencias de que Titán tenía una atmósfera densa y quizás unas temperaturas más altas de lo que se creía, mucha gente me comentó el acierto de Kurt Vonnegut. Pero Kurt Vonnegut era un físico de la Universidad de Conell y, naturalmente, conocía los últimos descubrimientos en astronomía. En 1944, se descubrió una atmósfera de metano en Titán, el primer satélite en el sistema solar conocido por albergar una atmósfera. En este caso, como en otros muchos, el arte imita a la vida. (Muchos de los escritores de ciencia ficción tienen estudios en ciencia o ingenierías; por ejemplo, Paul Anderson, Isaac Asimov, Arthur Clarke y Robert Heinlein)

De hecho, nuestro entendimiento de los otros planetas ha cambiado más rápido que su representación por la ciencia ficción en varias ocasiones. Una reconfortante zona de penumbra en un Mercurio de rotación síncrona, una jungla pantanosa en Mercurio, y un canal infestado en Marte, mientras que todos los aparatos en ciencia ficción están basados, en todos los casos, en los primeros errores de planetólogos. Pero conforme nuestro conocimiento de los planetas ha ido cambiando, los entornos en las novelas de ciencia ficción también lo han ido haciendo. Es satisfactoriamente raro encontrar una historia de ciencia ficción escrita en estos tiempos que proponga criaderos de algas en la superficie de Venus. (Incidentalmente, la comunidad de creyentes de toda la mitología de los OVNIS son más lentos en el cambio, y aún nos podemos encontrar platillos voladores de Venus, la cual está poblada por hermosos seres humanos en largas y blancas ropas, habitando una especie de jardines del Edén. Los 480 grados Celsius de Venus no dan mucha opción a este tipo de historias) De la misma forma, la idea de la deformación en el espacio es un estándar ya más o menos antiguo de la ciencia ficción, pero no salió gracias a ésta sino a la teoría general de la relatividad de Einstein.

La conexión motivadora entre las descripciones de Marte por la ciencia ficción, y la exploración actual del planeta es tan cercana que, gracias a la misión Mariner 9 en 1971-1972, fuimos capaces de nombrar algunos de los cráteres marcianos con nombres de personalidades de la ciencia ficción fallecidas. Hay cráteres en Marte nombrados H.G. Wells, Edgar Rice Burroughs, Stanley Weinbaum y John W. Campbell Jr., una deuda a la ciencia ficción que los científicos han pagado ahora de forma parcial. Sin duda, otros autores serán añadidos cuando fallezcan.

El gran interés de los jóvenes en la ciencia ficción se refleja en una demanda de cursos de ciencia ficción en insitutos y universidades. Mi experiencia es que, esos cursos, pueden ser buena experiencia o un completo desastre, dependiendo de cómo se enseñen. Parece que los cursos que se planean de una forma correcta, donde la ciencia real o la política son partes integrales del programa, tienen una vida más larga y útil.

El aspecto más importante de la ciencia ficción puede que sea como experimentos mentales, intentos para minimizar shocks del futuro, o como contemplación de destinos alternativos. Esta es una parte de la razón por la cual la ciencia ficción tiene una atracción tan amplia entre los jóvenes: son ellos los que van a vivir en el futuro. Ninguna de las sociedades de hoy en día está bien adaptada a la tierra de dentro de 100 o 200 años (si tenemos la suerte, o somos lo suficientemente sabios para sobrevivir tanto tiempo). Necesitamos desesperadamente una exploración de futuros alternativos, tanto experimental como conceptualmente. Las historias de Eric Frank Russell tienen mucho que ver con este punto. Fuimos capaces de ver sistemas económicos alternativos y concebibles, o la gran eficiencia de una resistencia unificada y pasiva a una potencia ocupante. En la ciencia ficción moderna se pueden encontrar algunas sugerencias útiles para hacer una revolución en una sociedad oprimida y computarizada, como en La luna es una cruel amante (The moon is a harsh mistress) de Heinlein.

Estas ideas, cuando se encuentran siendo joven, pueden influenciar el comportamiento de adulto. Muchos científicos implicados en la exploración del sistema solar (yo entre ellos) fuimos dirigidos en esta dirección por la ciencia ficción. Y el hecho de que alguna de esa ciencia ficción no fuera de alta calidad es irrelevante. Los niños de 10 años no leen literatura científica.

En toda la historia del mundo, nunca ha habido ningún periodo en el que haya habido tantos cambios significativos en tan corto lapso de tiempo. La acomodación al cambio, la persecución concienzuda de futuros alternativos, es la clave para la supervivencia de la civilización y puede que de los humanos. Nuestra es también la primera generación que ha crecido con la ciencia ficción. Conozco mucha gente joven que podría estar, por supuesto, interesada, pero no asombrada por recibir mañana un mensaje de una civilización extraterrestre. Ya están acomodados al futuro. Pienso que no es una exageración el decir que, si sobrevivimos, la ciencia ficción habrá hecho una contribución vital a la continuación y evolución de nuestra civilización.

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