La foca nuestra de cada día: una historia de vikingos

Todo confluye en Groenlandia. A ver, no todo. Pero sí una de las historias más apasionantes de la que oirás hablar. Y si te estás preguntando por qué los inuits rezan el padre nuestro sustituyendo el danos el pan nuestro de cada día, por un más cómico —al menos para nosotros— danos la foca nuestra de cada día, o que maldita relación tiene eso con los vikingos y Groenlandia, has venido al lugar adecuado.

Groenlandia, lo que se dice ser un paraíso, nunca lo ha sido. Pero si sabes danés antiguo puede que te estés preguntando por qué narices se le llama tierra verde a ese pedazo de hielo americano. Y es que, con sus -8°C de media en invierno de su capital, y sus más agradables —pero tampoco nos pasemos— 7°C en verano, Groenlandia no es un paraíso del turismo. De hecho, si tenemos en cuenta que su extensión es de cuatro veces la de España, pero que sus habitantes no superan la cantidad de personas que viven en el pueblo donde nací  —es decir, 56 000 frías almas—, entenderemos por que su densidad de habitantes es la más baja del planeta para un país habitado. Así que la respuesta a la pregunta de por qué llamar tierra verde a semejante paraíso de la ironía, nos la da la saga nórdica de Erik el Rojo [1]. Básicamente, cuando este vikingo noruego descubrió América en el año 982, quería atraer colonos a esas nuevas tierras, y llamándolo pedazo de hielo flotante sin un maldito árbol —entiéndase esto en nórdico antiguo— no iba a conseguirlo, así que decidió llamarlo tierra verde. Una mentira inocente y bastante graciosa, al menos si no has dejado toda tu vida atrás y te has cruzado el Atlántico en una barca del siglo X para encontrar que tu tierra verde está a -8ºC. Y esto no es un dato histórico, sino más bien un desliz de la imaginación de quien escribe estas líneas, las escenas de los colonos esperando en el puerto la siguiente barca para reírse de las caras de los recién llegados, debían de ser multitudinarias en una época sin muchas más opciones de diversión.

La verdad sea dicha, cuando Erik llegó a Groenlandia las condiciones climatológicas eran un poco mejores que las actuales. No mucho más, pero lo justo para que esta colonia se asentara en Norteamérica y, de hecho, acabara explorando Canadá y estableciendo relaciones comerciales con diversos pueblos de allí, a los que despectivamente llamaban Skrælingar, es decir, bárbaros. Y es que una de las historias poco conocidas por la gente, es que los vikingos, más allá de pisar tierra americana 500 años antes que Cristobal Colón, es que se quedaron allí, aproximadamente, durante 350 años. Vamos, que no fue una visita fugaz. Los vikingos fueron los auténticos colonizadores de América, y todo ello medio milenio antes de que asociáramos a Colón con habitar y prosperar en nuevas tierras.

Islandia y Groenlandia siempre fueron los territorios vikingos más alejados del resto de su mundo, así que cuando la cosmovisión cristiana chocó de lleno con su cultura, estos dos reinos fueron los que más tardaron en adoptar las nuevas costumbres y tradiciones. Así que cuando a mediados del siglo XIV los descendientes de esos vikingos, mayormente cristianos para esa época, empezaron a notar que el frío apretaba más en Groenlandia, hicieron las maletas y volvieron a Islandia. De hecho, se llevaron a algunos de esos Skrælingar con ellos, que han dejado su huella genética en los islandeses actuales [2]. Pero claro, la pregunta que muchos se hicieron fue, ¿realmente volvieron todos los descendientes de esos europeos? Y una pregunta más importante aún, ¿los que se quedaron eran cristianos, o aún quedaban allí vikingos auténticos? Esta pregunta martirizó durante muchos siglos a los daneses, que más bien por interés que por preocupación auténtica, siempre reclamaron que ese territorio era suyo y que aún podían quedar habitantes suyos allí, ya fueran vikingos o cristianos. Esa fue la base para su reclamación histórica sobre este pedazo de Norteamérica, y de hecho, hasta hace pocas décadas Groenlandia fue territorio danés. Ahora bien, los daneses necesitaban más que palabras para hacerse con ese pedazo de tierra en un mundo en constante colonización, así que en el siglo XVIII, y cientos de años después de haber abandonado el territorio, decidieron mandar una expedición para encontrar a sus viejos camaradas. El barco salió en 1721, listos para llevar noticias de la querida patria y, como no, a su amado señor Jesucristo.

El dilema religioso era importante. Bien podría haber sido que en Groenlandia aún quedaran vikingos. Al fin y al cabo, la colonia llegó a tener 5000 habitantes y más de 300 granjas, por lo que parecía probable que algunos hubieran decidido quedarse. Pero claro, para la época en la cual se abandonó la isla, la mayor parte de los habitantes debían de ser cristianos, así que era una posibilidad muy remota. Pero, fuera como fuera, los cristianos que se quedaron allí aún serían previos a la reforma de Lutero, así que encontraran lo que encontraran —vikingos o viejos cristianos— la isla iba a necesitar una actualización religiosa. Por eso se llevó a misioneros daneses para, más allá de reencontrarse con sus viejos camaradas, hacerles ver la nueva religión, ya fuera sustituyendo al viejo y gastado Odín, o actualizando al más moderno Jesucristo y su amigo Martín Lutero. Pero lo que se encontraron fue otra cosa totalmente distinta.

Nadie sabe bien por qué. Puede que murieran de frío, hambre, una plaga o una guerra. O puede que sencillamente no quedara absolutamente nadie en la isla. Pero allí no quedaba ningún descendiente de esos valientes vikingos. En cambio, los inuits, bien adaptados al frío y teniendo un país gigantesco a sus pies, habitaron el antiguo reino vikingo. Pero claro, los daneses tenían un barco lleno de predicadores, y había que hacer algo con ellos. Así que se pusieron manos a la obra.

Los nuevos colonizadores fundaron una ciudad, Godthab (actualmente la capital, Nuuk) y desde ahí lanzaron la palabra de Dios. Pero claro, los inuit no eran un pueblo de cultivar, sino más bien de cazar. No quedaban vikingos ni primitivos cristianos para amasar pan en la isla de hielo, así que cuando los predicadores empezaron a traducir al inuit sus oraciones, no había modo de que aquellos inuits les entendieran cuando hablaban del pan. Así que bueno, decidieron sustituir el pan por las focas, un concepto alimenticio más acorde a la mentalidad de un cazador de focas [3]. Y así, por una rocambolesca historia que involucraba a los vikingos, las exploraciones precolombinas de América —que durante mucho tiempo se consideraron mera ficción nórdica—, una isla de hielo y un tal Erik con mucho sentido del humor, fue como los inuits aprendieron a rezar diciendo, con el rostro muy serio, padre nuestro que estás en los cielos, danos la foca nuestra de cada día.

[1] Traducción de la saga nórdica de Erik el rojo

[2] Kon-Tiki: Historias de ciencia y pasión

[3] Calor Helado. M.J. Mc Grath.

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