Una cucaracha llamada esperanza

«En las montañas está la libertad.
Las fuentes de la degradación no llegan a las regiones puras del aire.
El mundo está bien en aquellos lugares donde el ser humano
no alcanza a turbarlo con sus miserias».

Alexander von Humboldt, Tableaux de la nature (1868)

Vivimos tiempos extraños. Las cimas del mundo ahora son coronadas por turistas que suben para hacerse un selfie. Las colas para hacer cumbre, de hecho, son más largas que las de cualquier carnicería promedio. Pero, durante milenios, el término frontera tuvo otro significado. Y no nos referimos, en este caso, a las fronteras políticas —nacidas en la imaginación de los hombres—, sino a las fronteras físicas, moldeadas por millones de años de evolución cósmica. Los ríos, océanos, cielos, cordilleras, cañones y mares jamás entendieron de anhelos humanos y siempre ofrecieron su lado más duro a todos aquellos que osaron cruzarlos. Algunos lo intentaban por necesidad, como Ötzi —obviamente, ese no fue su verdadero nombre—, que murió a 3 200 metros de altitud en el 3 255 a. C, aproximadamente. Es decir, treinta y cuatro siglos antes de que Aníbal Barca cruzara los alpes con un ejército de elefantes para desafiar a la mismísima República Romana, o de que un par de siglos más tarde un joven Julio Cesar cruzara el río Rubicón para entrar triunfal en Roma y cambiar la historia. Pero otros, sin embargo, se han lanzado a la aventura por el ímpetu descubridor que significa ser uno de los pocos, o incluso el primero, en lograr algo.

En abril de 1336, un joven llamado Francesco Petrarca subió hasta la cima del Monte Ventoux, a 1 912 metros de altitud. «Hoy hice el ascenso de la montaña más alta de esta región, que no se llama incorrectamente Ventosum. Mi único motivo fue el deseo de ver lo que las alturas tenían que ofrecerme», le confesó a su amigo Dionisio Roberti en una carta. Y él fue, hasta donde sabemos, el primer alpinista. La primera persona que pensó que subir hasta la cima del mundo no tenía por qué ser producto de una necesidad, sino un deporte para el alma. No es de extrañar, de hecho, que Petrarca brillara en el campo de la poesía y sea hoy en día recordado como uno de los más grandes poetas de su tiempo.

Desde ese momento hasta la actualidad, las alturas nos han ocasionado un sentimiento de aventura. Durante todo el siglo XIX y XX se fueron conquistando las cimas más altas, y finalmente el 29 de mayo de 1953 se tocó techo a 8 848 metros de altitud: Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay lograron escalar el Everest. En ese punto, otros siguieron escalando. Ya no se trataba, pues, de ser los primeros en lograr algo, sino en llegar a esos sitios donde solo un par de individuos habían llegado, sacrificando en muchos casos sus vidas para lograrlo.

A principios del siglo XX otra fiebre de exploración había invadido las mentes de los hombres. En este caso se trató de conquistar los polos terrestres, otra frontera psicológica para la humanidad. El 14 de diciembre de 1911 una expedición liderada por Roald Amundsen llegó al Polo Sur. Unos meses antes había partido junto a otra liderada por Robert Falcon Scott. Este último llegaría unas semanas más tarde que Amundsen para darse cuenta de que, a pesar de los sufrimientos, no había sido el primero en alcanzar la ansiada meta. Murió en el camino de vuelta y su cuerpo aún está allí enterrado, junto a los hielos que siempre quiso alcanzar pero, a su pesar, no pudo abandonar.

Unos años antes que Amundsen, el explorador Frederick Cook dijo haber sido el primero en llegar al Polo Norte, pero se descubrió que mentía. Más tarde, en 1909, el explorador Robert E. Peary también afirmó haber llegado. De hecho, se le consideró durante mucho tiempo como el primer ser humano en hacerlo. Ahora bien, los tiempos que reportó haber alcanzado no han sido igualados jamás —incluso con técnicas modernas—. Así que, o bien Peary cruzó el Polo Norte en alfombra voladora, o también mentía. De hecho, el primero en llegar al Polo Norte fue, paradójicamente, también Amundsen, aunque esta vez en dirigible y junto a Umberto Nobile y Lincoln Ellsworth.

El ser humano siempre ha tenido, en cada momento de su historia, una fiebre por explorar, ya haya sido por las montañas, los polos, cruzar los cielos en globo, las profundidades oceánicas en submarino o recorrer cada uno de los rincones de un mundo que, después de siglos de exploración, se nos ha quedado pequeño. La tierra que pisó David Livingstone durante años de sufrimiento y hambre, y cuyo peaje fue morir de malaria y disentería por ver lugares inhóspitos, hoy pueden visitarse a precio de un safari promedio, y uno puede comerse un bocadillo a veinte metros de donde yace su corazón enterrado —el resto de su cuerpo regresó a Inglaterra y está en la Abadía de Westminster—. Lo mismo ocurre con las cumbres: uno puede hacer cola tranquilamente mientras se hace fotos a escasos metros de donde desaparecieron Mallory e Irvine. Y ahora más que nunca el ser humano piensa dónde poner su mirada para alcanzar nuevas metas.

Foto de una cola para subir al Everest, registrada por Elia Saikaly.

Las fronteras físicas siempre han estado ahí, pero hubo una menos obvia y que mucha gente ni siquiera pensó en cruzar: la frontera de las estrellas. Durante milenios nuestra especie miraba a la espesa llanura, y siempre alguien se preguntó qué habría más allá del incierto horizonte que alcanzaba a ver. Muchos se hicieron a la mar, a las montañas y los ríos, solo para saber qué habría en esas tierras que nadie conocía. No obstante, los que miraban al espacio profundo no soñaban con cruzarlo, pues ese terreno estaba vedado y solo se podía acceder allí, en muchos casos, tras la muerte. De hecho, la muerte es sí misma fue otra de las fronteras —y sigue siéndolo— que más nos obsesionan. Así que no es de extrañar que la aparente imposibilidad de regresar de ella se relacionara con otras imposibilidades, como la de volar hasta lo más alto. Pero, entonces, llegaron dos hermanos que lo cambiaron todo.

En el siglo XVIII unos hermanos franceses dueños de una fábrica de papel —que aún existe, de nombre Canson y cuyo logo recuerda la gesta de estos dos ciudadanos ilustres— se propusieron cruzar los cielos volando. Se trataba de los hermanos Montgolfier, pero otro par de hermanos, apellidados Robert, tenían el mismo sueño. Los primeros inventaron los globos aerostáticos de aire caliente, los segundos los globos aerostáticos de hidrógeno. Y los Montgolfier, finalmente y por pocos días de diferencia, se convirtieron en los primeros en lanzar un ser humano a los cielos —previamente habían mandado alguna que otra cabra—. Así pues, volar dejó de ser un sueño de locos y más adelante vendrían otros inventos para hacerlo, por ejemplo aviones, helicópteros, autogiros, girodinos y cohetes. Además, en esa época se comenzó a conocer cada vez mejor qué había más allá de nuestro planeta.

Uno de los principales motivos por los cuales no se consideró la Tierra como una frontera más fue, en gran medida, por no conocer que se podía ir a otro lugar. ¿Cómo querer ir más allá de la Tierra si uno cree que las estrellas son manchas de luz y los planetas dioses errantes? No obstante, algunos pocos sí que imaginaron que allá arriba había más cosas de las aparentes. Luciano de Samósata, en el siglo II, escribió el libro Historia verdadera, que narra como un barco es arrastrado por el agua hasta llegar a la Luna, donde entre otras cosas conocerá a los habitantes del lugar —que no tienen ano y cuyos varones se casan entre ellos para dar a luz—, que se encuentran en mitad de una guerra entre los caballeros buitre y los caballeros hormiga. Nada tiene que ver esto, obviamente, con la realidad. Pero, más allá del ejercicio literario curioso —e imaginativo— de Samósata, lo que esto nos indica es que cuando el ser humano encuentra una frontera, la puebla al otro lado de aventuras y ensoñaciones que debe verificar en algún momento. Y lo hizo.

Los soviéticos lanzaron el Sputnik 1 el 4 de octubre de 1957, que se convirtió en el primer objeto lanzado por el ser humano en abandonar la Tierra. Luego le seguirían otros muchos, entre ellos algunos cargados con perros, moscas y monos, que se convirtieron en los primeros habitantes terrestres de las estrellas —al igual que en el caso de los hermanos Montgolfier, los animales nos tomaron la delantera—. Y finalmente, Yuri Gagarin en el año 1961 se convertiría en el primer ser humano en abandonar la Tierra. No encontró allá arriba, sin embargo, selenitas sin ano. Pero allanó el camino para que otros fueran cada vez más lejos hasta conseguir llegar a la Luna, cuando Neil Armstrong fue el primero en hacerlo.

Pero una cosa es viajar a un sitio y otra muy distinta conquistarlo. Los seres humanos, en su grandilocuencia, hablan de que han conquistado el espacio por poner a unos pocos seres vivos en órbita por varios meses —en las estaciones espaciales— o por haber mandado a la Luna astronautas con pasajes de ida vuelta. Pero, la triste realidad es que si mañana mismo explotara la Tierra, la especie humana desaparecería con ella —junto a su supuesta conquista espacial—. Así pues, aún nos queda mucho por hacer en la tarea de cruzar una de las últimas fronteras visibles que nos quedan hoy en día.

En esta última aventura, ha habido un habitante terrestre de las estrellas que ha sobresalido sobre todos los demás: se trata de Nadezhda. Aunque parezca ser un nombre hermoso y sofisticado, no nos dejemos engañar por las apariencias, pues Nadezhda fue una cucaracha.

Esta cucaracha fue enviada al espacio en el satélite Foton-M 3, en 2007, por la Agencia Espacial Rusa. Pero no iba sola. Allá arriba Nadezhda tuvo 33 crías. Fueron los primeros animales terrestres que nacieron en ingravidez, y todo el proceso fue correctamente documentado. En cuanto a la salud de los recién nacidos, todo transcurrió con normalidad excepto por el color de su caparazón, que se oscureció antes de tiempo. Pero aquí en la tierra, los descendientes de esos 33 pioneros aún siguen naciendo, sin ningún problema y con el número y vigor correspondientes a los de su prolífica especie. 

Este pequeño paso abre una puerta interesante que, en última instancia, es la que tiene más sentido de nuestro incipiente viaje hacia las estrellas: crecer y multiplicarnos allí. Más allá de las aplicaciones tecnológicas y los experimentos imposibles de realizar sin la exploración espacial, esta tiene algo mucho más valioso que ofrecer a la humanidad: dar el salto a otros mundos, diseminar nuestra especie y ver, como hicieron nuestros antepasados, qué hay más allá. El sentido de la aventura también está presente en esta nueva etapa, y algunos querrán ir sencillamente por el hecho de ir. Gagarin y Armstrong son los Montgolfier, Amundsen, Hillary y Livingstone de nuestra época, pero los primeros en pisar Mercurio, Venus, Marte o Titán también lo serán. Y una vez que nuestra especie pueble el Sistema Solar y los turistas se amontonen en costosos ascensores espaciales para hacerse un selfie junto a las huellas del Apollo XI, se planteará la siguiente etapa de nuestro viaje: poblar otros sistemas estelares y descubrir qué formas de vida nos aguardan allí —si no nos llevamos la sorpresa mucho antes en alguno de los otros mundos de nuestro Sistema Solar—. Y aunque nadie vaya a recordarla, en ese viaje de exploración del cosmos la primera piedra la puso una cucaracha llamada Nadezhda, que no en vano y en ruso significa esperanza.

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