Dos ojos amarillos acechan entre los matorrales. Es la mirada del que fuera, hasta hace poco, el felino más amenazado del mundo, el lince ibérico. Obligado a caminar sobre el alambre de la extinción por culpa de una negligencia humana, su historia nos alerta sobre los peligros que puede tener la ciencia mal utilizada.
Miles de años de evolución llevaron al único félido autóctono de la península ibérica a adaptarse para cazar la presa más abundante en el antiguo bosque mediterráneo. Demasiado pequeño para dedicarse a la caza mayor, jabalíes y ciervos quedaban fuera de su alcance, las aves eran más rápidas o se guarecían en el agua y los roedores no le aportaban suficientes calorías para justificar su caza. Esto le dejaba solamente una opción: el conejo.
A lo largo de milenios, su cuerpo se fue modelando y su habilidad refinándose hasta estar perfectamente adaptado para capturarlos. Se volvió un depredador especialista, el más efectivo. Pero todo tiene un precio. En este caso, la moneda que tuvo que pagar fue la pérdida de su capacidad y eficacia en la caza de otras presas. De esta forma, su destino quedó irremediablemente ligado al de esos lagomorfos de grandes orejas.
Por suerte para el lince, éstos eran tan abundantes que, cuando llegaron las legiones romanas, denominaron a esta región “Hispania”, cuyo significado más probable es “tierra abundante en conejos”. Fue definida como “la península cuniculosa” y su personificación mitológica era una dama sentada con un conejo a los pies, imagen acuñada en la moneda de la época.
Muchos años después, Armand-Delille, un famoso investigador en el campo de la bacteriología, vivía su retiro dorado en una apartada villa de su Francia natal. Allí tomó contacto con los agricultores locales, quienes le comentaban sus problemas con el exceso de conejos que habitaban sus campos y se alimentaban de los cultivos. Informándose sobre el tema, llegó a la conclusión de que el fenómeno no era un problema local, sino que afectaba a las cosechas de gran parte Europa. Armand decidió investigar el asunto a fondo y descubrió que en Australia habían conseguido diezmar las hordas conejiles invasoras —allí es una especie introducida— mediante la propagación de una enfermedad denominada mixomatosis, la cual afectaba exclusivamente a los conejos, haciéndoles morir entre apatía, fiebre y ceguera.
A raíz de este descubrimiento, se le ocurrió la “genial” idea de infectar a dos conejos con la enfermedad para, a continuación, soltarlos en una finca cercana de la que no podían salir. De este modo, podía experimentar en un entorno controlado cómo afectaba a una población reducida de estos animales. Lo que no tuvo en cuenta nuestro amigo fue que la enfermedad se transmite por pulgas, mosquitos y garrapatas, así que las verjas no fueron un obstáculo para que el virus se extendiera. El resultado fue que en tan solo un año, la población de conejos se había reducido a la mitad y en 4 años, el 95% de ellos había desaparecido.
Por este crimen fue multado, pero ganó para siempre la admiración de sus vecinos que llegaron a regalarle una famosa moneda en la que salía su efigie por una cara y por la otra un conejo muerto.
El brote no tardó en extenderse por Europa, afectando a muchos depredadores, pero sin duda, el mayor damnificado fue el lince ibérico. En menos de una generación pasaron de vivir en la abundancia a verse abocados al hambre, incapaces de capturar el alimento necesario para subsistir. Sus números cayeron en picado, y en muy pocos años se situaron al borde de la extinción. De 5.000 ejemplares en 1960 pasaron a solo 94 en libertad a principios de este siglo
Por suerte, parece que esta historia va a tener un final feliz. Se ha logrado, mediante sueltas masivas de conejos, control de los atropellos y programas tanto de cría como de reintroducción (estos últimos llevados a cabo gracias a los zoológicos y centros de recuperación), que salgan del peligro crítico en el que se habían sumido y ya sean casi 600 los fantasmas de ojos amarillos que habiten las sombras de lo que nunca dejó de ser su territorio.