Diez mil años modificando genes

Texto escrito por Álvaro Bayón

Hace 10 000 años la humanidad dio un gran paso hacia adelante; uno de esos grandes pasos que pueden considerarse como un gran logro para nuestra especie, comparable a otros como caminar a dos patas, aprender a encender y controlar un fuego o inventar la rueda.

Hablo de la agricultura.

En aquel momento histórico fue cuando la humanidad comenzó a sembrar sus plantas para después recogerlas. Eso permitía que las poblaciones no tuvieran que moverse de un lado para otro buscando la comida: la podían cultivar enfrente de casa. Y, aunque esta ventaja es más que evidente, existe otra, que tiende a pasar más desapercibida, pero que no carece de importancia en absoluto.

Hasta aquel momento, las distintas variaciones que se producían en las especies sufrían una presión selectiva que dependía sobre todo del ambiente, de los organismos que coexistían en dicho ambiente o, en algunos casos, de los miembros del sexo opuesto de la misma especie, en lo que se denomina selección sexual. Pero el ser humano, con aquel invento que llamamos agricultura, introdujo un nuevo sistema de selección. Cambió la presión selectiva sobre las plantas que cultivaba de una forma muy particular.

Los primeros agricultores aprendieron que las semillas de los frutos más grandes daban plantas que producían frutos más grandes; que aquellas que eran producidas por los frutos más dulces producían plantas que daban unos frutos más dulces. De este modo, las semillas que venían de los frutos más pequeños o los menos dulces —siguiendo el ejemplo— eran descartadas.

Habían inventado la selección artificial.

Esto es, en realidad, lo mismo que hace la naturaleza: seleccionar los más aptos. Solo que con dos importantes matices. El primero es que, en este caso, lo que consideramos más apto no es aquel que está mejor adaptado al medio natural correspondiente, sino el que cumple con determinados caracteres que para nosotros, que representamos la función del ambiente, son más atractivos. En segundo lugar tenemos el factor tiempo; al seleccionar siempre los mismos caracteres, que son unos pocos y no muchos como sucede en la naturaleza, y con una presión muy superior, los cambios evolutivos producidos por esta selección artificial son mucho más rápidos que los esperados de forma natural.

Lo que en aquel momento hicieron nuestros antepasados, sin saber siquiera lo que estaban haciendo, era en realidad aprovechar un proceso natural: la evolución. De esta forma, consiguieron transformar un proceso que carece de propósito en una herramienta de mejora con un claro propósito, con mayor precisión y mayor velocidad.

Todas las plantas que usted come, a excepción de los frutos silvestres, han sufrido modificaciones genéticas por la acción de la mano del hombre; todas son artificiales. Ninguna fruta ni verdura cultivada es natural. Y lo mismo sucede con los animales, tanto los de ganadería como los de compañía o investigación. E incluso aquellos que se entrenan para funciones como perros-guía o detectores de drogas en los aeropuertos.

Con el paso del tiempo el ser humano aprendió a aprovechar otros procesos naturales, que por sí mismo tampoco tienen propósito alguno, y comenzó a usarlos en su beneficio como, por ejemplo, la hibridación de distintas especies para dar frutos que combinen las características de ambos progenitores. También averiguó cómo reproducir las mejores plantas por clonación, sin necesidad de semillas, por ejemplo, usando acodos.

Cuando fue capaz de ir más allá, descubrió que se pueden combinar dos plantas distintas para conseguir ejemplares con las mejores características. Si una planta “A” me da un fruto muy rico pero sus raíces son muy débiles, y otra “B” tiene unas raíces fuertes pero su fruto es desagradable o no comestible, puedo quedarme solo con las raíces de “B” y de algún modo implantar la parte aérea de “A” en ellas. Estas quimeras que de entrada parecen algún tipo de monstruo descrito por Mary Shelley, en realidad se llevan usando mucho tiempo. Se denominan esquejes.

Aprendimos también que determinados agentes físicos y químicos alteran el ADN, y eso produce cambios en las plantas. Ahora no tenemos que esperar a que el ADN mute aleatoriamente de forma natural, podemos exponer a las semillas a alguno de esos agentes y ver qué obtenemos. Si hay suerte, podremos encontrar algún espécimen que se ajuste a lo que estamos buscando. Resultado de este tipo de procedimientos es la enorme cantidad de variedades de patata de la que disfrutamos actualmente.

Todos estos procesos suceden en la naturaleza. Nosotros simplemente hemos aprendido a dirigirlo, a aumentar la precisión y la velocidad para aprovecharnos de ellos en nuestro beneficio: podría decirse que los hemos domesticado. Pero no hemos inventado nada que la naturaleza no sea capaz de hacer por sí misma. Nada.

Hasta que llegan los tan temidos organismos transgénicos.

No hace falta darse una vuelta muy larga por la red para encontrar gente que tiene miedo de esos productos. Coger los genes de una planta e introducirlos en otra planta diferente es algo que suena a la ciencia ficción de Crichton. Es muy común que la gente marque una frontera inquebrantable entre la transgénesis y todas las demás técnicas que he explicado anteriormente.

Esa barrera está en lo que puede y no puede hacer la naturaleza.

Y es que, claro, todas las formas isogénicas, es decir, no transgénicas, de manipulación genética antes expuestas son, al fin y al cabo, modificaciones de procesos naturales perfectamente observables por cualquiera que no sea creacionista. Pero lo de tomar genes de una bacteria y ponérselos a una planta [1], por poner un caso, es pasarse. ¡Y no digamos sacar los genes de un animal e insertarlos en otro distinto! [2]

Eso es algo que la naturaleza no puede hacer, y por tanto, es algo inadmisible. Estamos jugando a ser Dios.

El problema más evidente que se encuentra en ese argumento es: ¿y por qué habría de ser inadmisible algo que nosotros hagamos pero que la naturaleza no haya hecho? La naturaleza no ha mandado gente a la Luna ni robots a Marte, y no veo nada de inadmisible en esas proezas puramente humanas.

Sin embargo, pese a ser el más evidente, ese no es el defecto principal de esa falaz argumentación. En realidad, la transgénesis también sucede en la naturaleza aunque haya quien lo niegue, y, del mismo modo que con todas aquellas técnicas isogénicas, nosotros sólo lo hemos adaptado a nuestras necesidades, aumentando la precisión y la velocidad y dotando al proceso, originalmente ciego, de un propósito definido.

Mi ejemplo favorito para estos temas es el boniato[3], planta que sin duda el lector conocerá. Es una planta que ya era transgénica mucho antes de que nosotros los humanos supiéramos siquiera lo que significa la transgénesis. Por raro que parezca, el boniato es portador de genes que son específicos de Agrobacterium, un género de bacterias que se encuentran frecuentemente en el suelo. Es un transgénico, sí, porque tiene genes propios de otra especie distinta que no es ella misma. Pero ha sufrido esa transgénesis de forma natural, no ha sido inducida en un laboratorio.

En realidad, no es difícil imaginar cómo ocurre este proceso. Basta con que un fragmento de genoma se transfiera, por ejemplo por mediación de un virus, de una especie a otra distinta. A este proceso, que sucede constantemente en la naturaleza, se le denomina transferencia horizontal de genes.

La evolución, como hemos visto, es ciega, y no selecciona un gen determinado y concreto de la primera especie para transferirlo a la segunda. La transferencia es aleatoria, y consecuentemente, el resultado es impredecible. Puede que el nuevo gen no llegue nunca a expresarse y no haya ningún cambio real en el fenotipo; puede que el nuevo gen resulte perjudicial para el organismo portador y éste se extinga a causa de ello sin dejar descendencia; o puede que resulte beneficioso en función del ambiente y este nuevo gen se transmita a su descendencia.

En la naturaleza, la transferencia horizontal sigue estando a merced de la selección natural.

Eso fue lo le pasó al boniato. Y muy probablemente a muchas otras plantas y animales les ha sucedido lo mismo. Es más, se calcula que en nuestro propio genoma hay al menos 40 genes que probablemente sean específicos de bacterias. ¡La humanidad en sí misma es transgénica! [4]

Lo que hacemos en el laboratorio es aprovechar el potencial que la transferencia horizontal de genes tiene de cara al desarrollo de nuevas variedades o especies y usarlo de forma inteligente, en vez de esperar a que la naturaleza en su lenta y ciega evolución produzca, si es que llega a hacerlo tras millones o incluso billones de pruebas, un arroz con capacidad de sintetizar vitamina A [5]. De este modo, conseguimos controlar el proceso, decidiendo qué gen introducimos, dónde y de qué forma para que haga exactamente lo que queremos que haga y no otra cosa. Con ello, producimos en un tiempo tan reducido como meses o años lo que a la evolución, de hacerlo, le costaría miles o millones de años. Teniendo siempre en cuenta que, dadas la incertidumbre y ausencia de propósito que tiene la naturaleza, probablemente nunca obtendríamos el mismo resultado.

Con la transgénesis hacemos lo mismo que hacíamos con las modificaciones isogénicas de antes: domesticar un proceso natural en nuestro provecho

Esta domesticación tiene varias ventajas añadidas. En primer lugar, nos permite tener la seguridad de que lo que obtenemos es exactamente lo que hemos querido producir. Desaparece esa incertidumbre intrínseca a la naturaleza. En segundo lugar, se reduce significativamente el tiempo que se tardaría en obtener el resultado deseado mediante métodos isogénicos. Lo hacemos con conocimiento. Lo hacemos sabiendo qué tenemos que hacer y cómo. Pero, como hemos dicho, en realidad no hemos inventado nada nuevo.

Simplemente hemos mejorado la precisión de un proceso que, efectivamente, se da en la naturaleza. Igual que seleccionar las semillas de la fruta más dulce o de la mazorca más grande es, al fin y al cabo, mejorar artificialmente la precisión del proceso de la selección natural y dirigirla a nuestras preferencias. Algo que llevamos haciendo 10 000 años.

Referencias

[1] losproductosnaturales.com

[2] aquabounty.com/our-salmon/

[3] pnas.org/content/112/18/5844

[4] sciencemag.org

[5] goldenrice.org

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