Una visita a la casa de Charles Darwin

Si uno viaja a Londres, llegar al municipio de Downe es bastante fácil. Solo hay que coger un tren y caminar durante un rato. Al llegar, te recibe una pequeña iglesia que parece sacada de algún relato de Arthur Conan Doyle, pero si uno se acerca hasta sus modestos jardines, puede observar unas lápidas con un apellido revelador: Darwin. Allí descansan algunos de los hijos de Charles y Emma Darwin. Y es que, muy cerca de esa iglesia, se encuentra la casa donde vivió el famoso naturalista y escribió el libro que cambiaría para siempre la historia.

La casa de Charles Darwin se puede visitar y tiene el nombre de Down House. Fue comprada en 1927 por el cirujano George Buckstone, que tenía la intención de donarla a la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. El objetivo era que sirviera para conservar el legado del naturalista, pero no hubo fondos para ello y tras funcionar algunos años como museo, en 1929 fue donada al Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra, que se encargó de conservarla. Pero la idea de crear la casa museo renació en 1996 gracias al English Heritage, y se pudo restaurar mediante los fondos del Museo de Historia Natural de Londres —otra de las joyas del país—. Desde 1998 hasta la actualidad, Down House se puede visitar. Y es de remarcar que no se trata de una casa más donde vivió un científico, sino del lugar donde trabajó, vivió y propuso su teoría de la selección natural. Es, más allá de donde vivió, el lugar donde trabajó e hizo sus experimentos, algunos de los cuales aún pueden visitarse.

La casa se compone de tres pisos y muchas habitaciones, y contiene algunas vitrinas con objetos originales, además de reconstrucciones de cómo lucieron las habitaciones en la época de Darwin. En una de las estancias puede verse un piano y un fagot, y es que el matrimonio formado por Charles y Emma era muy aficionado a la música. Si uno cierra los ojos, casi puede imaginarse allí mismo al naturalista acompañado de su mujer e interpretando una pieza musical.

Otra de las cosas que es fácil encontrar en la casa son libros infantiles, y es que allí nacieron los 10 hijos que tuvo el naturalista. Algunos de ellos no llegaron a ser adultos, pero el resto tuvo una infancia feliz —si algo nos ha llegado de Darwin es que era un hombre dedicado a sus hijos—. En definitiva, al visitar el lugar uno se da cuenta de que es la casa de una familia acomodada que vivía la cultura y la educación de sus hijos como algo no solo importante, sino trascendental.

Si se avanza en la visita, aparece la sala donde Darwin pasaba largos periodos de tiempo escribiendo sus trabajos y cartas —se conservan 1400 que pueden leerse a través del Darwin Correspondence Project [1]—. En una época en la cual no existía internet, mandar cartas era el único modo de mantener el contacto e intercambiar ideas con otros científicos, que en algunos casos también fueron sus amigos. Algunos de los más destacados en su correspondencia, y que también pasaron a la historia, fueron John Stevens Henslow, quien le dio el coraje para emprender el viaje del Beagle y recorrer el mundo; Thomas Herny Huxley, zoólogo y uno de los grandes defensores de la teoría de la evolución; o Joseph Dalton Hooker, botánico, conservador de los Reales jardines de Kew y uno de sus amigos más cercanos. Posiblemente todos ellos estuvieron en más de una ocasión en la casa, y además recibieron una buena dosis de esas 1400 cartas, ya que como escribiera el propio Darwin, «si algún hombre quiere obtener una buena opinión de su prójimo, debería hacer lo que yo estoy haciendo, molestarlos con cartas». A él siempre se las contestaron, y de buen grado.

Si uno continua el viaje fuera de la casa, en el jardín se encuentra una roca redonda y gigante. Un cartel explica que Darwin hacía experimentos sobre cuánta arena podían desplazar las lombrices bajo un objeto, y cuánto podía hundirse debido a su efecto. Además, también sobreviven los invernaderos donde pasó tantas horas criando y observando plantas. Una vida dedicada a la familia y la ciencia, todo en el mismo lugar.

Finalmente, un sendero aleja al visitante de la casa. El mismo por el que Darwin daba largos paseos por el campo. Y es que, una vez que regresó de su apasionante viaje alrededor del mundo, el naturalista no repitió la experiencia. Fue un hombre hogareño que disfrutó de la familia y la obtención de conocimiento. Un científico curioso que rehuyó las polémicas y que se apoyó en sus amigos y familia para defender la teoría que había planteado y que resultó ser cierta.

Entre sus cartas hay una que siempre me ha resultado curiosa. La escribió Emma Darwin a Nicolai Mengden, el 8 de abril de 1879 —el naturalista moriría tres años después—. En ella se intuye que el receptor, en una carta previa, había mostrado su preocupación por cómo compaginar la existencia de Dios con la teoría de la evolución por selección natural. Emma fue siempre muy religiosa, y aunque Charles abandonó sus creencias, ambos se mostraron muy comprensivos en ese aspecto. Emma, en su respuesta a la carta de Mr. Mengden, dijo: «El señor Darwin me ruega que le diga que recibe tantas cartas que no puede responderlas todas. Considera que la teoría de la evolución es bastante compatible con la creencia en un Dios; pero que debe usted recordar que diferentes personas tienen diferentes definiciones de lo que quiere decir Dios».

 

[1] Darwin Correspondence Project

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