Sin un planeta llamado George. Por Carl Sagan

Publicado en marzo de 1976 por Carl Sagan, en el New York Times

Traducido por primera vez y para ULÛM por Fernando Cervera

En una era en la que la exploración espacial está en auge, darle un nombre a las partes del Sistema Solar es una tarea sorprendentemente delicada.

Vivimos en un tiempo, desconocido para muchos, donde las aventuras que nos proporciona la ciencia nos han llevado a descubrimientos sin precedentes. Este es el momento en la historia de la humanidad en que la orografía de la superficie de los planetas será descubierta y nombrada para siempre. El nombre de un cráter representa un monumento importante: el tiempo de vida estimado de los grandes cráteres lunares, marcianos y mercurianos se mide en miles de millones de años. Entonces, ¿cómo se nombran los cráteres y el resto de partes de la Luna y los planetas?

Al igual que en otras áreas de exploración humana, las características de los propios descubrimientos planetarios a menudo les dan su nombre. Después de ver las llanuras grandes, planas y grises de la Luna con el primer telescopio astronómico, Galileo propuso llamarlas maria (latín para «mares»; singular, mare). Por lo tanto, a pesar de que la Luna está y estuvo siempre seca, el Apolo 11 se estableció en Mare Tranquillitatus, el Mar de la Tranquilidad. La mayoría de los otros maria reciben nombres similares, siempre acordes a estados de ánimo o estados de la naturaleza.

Los astrónomos también han llamado con entusiasmo a los grandes cráteres lunares en honor de algunas personas, principalmente otros astrónomos. De aproximadamente 7 000 formaciones lunares nombradas, es difícil extraer un patrón consistente. Hay cráteres que llevan el nombre de figuras políticas que aparentemente no tenían conexión con la astronomía, como Julio César o el Kaiser Wilhelm I; y otros con nombres de individuos de heroicidad un tanto oscura: por ejemplo, el cráter Wurzelbaur y el cráter Billy. La sabia prohibición de nombrar cráteres con nombres de individuos aún vivos ha sido violada solo ocasionalmente, como al bautizar a unos cráteres bastante pequeños con el nombre de los astronautas estadounidenses de las misiones lunares Apolo y de los cosmonautas soviéticos que permanecieron en la órbita terrestre.

En este siglo, se han intentado bautizar, de forma consistente y coherente, las características de la superficie de otros objetos celestes asignando esta función a comisiones especiales de la Unión Astronómica Internacional (IAU), es decir, la organización de todos los astrónomos profesionales del planeta Tierra. Las deliberaciones de la IAU, aunque generalmente son pacientes y afables, no siempre han sido fáciles. Por ejemplo, los delegados soviéticos propusieron nombrar a uno de los dos maria en el otro lado de la Luna como Mare Moscoviense, el Mar de Moscú. Pero fue criticado por los astrónomos occidentales, ya que se alejaba de la tradición galileana porque Moscú no era un estado de la naturaleza ni un estado de ánimo. Se señaló, en respuesta, que los nombres más recientes de los mares lunares tampoco habían seguido exactamente la convención de Galileo: como Mare Marginis (Mar Marginal) y Mare Smythii (Mar Smyth). Como la coherencia perfecta ya se había incumplido, el comité se decantó a favor de la propuesta soviética. En una reunión de la IAU en Berkeley, California, en 1961, se determinó oficialmente que Moscú era un estado de ánimo.

El advenimiento de la exploración espacial ha multiplicado enormemente los problemas de la nomenclatura del Sistema Solar. Un ejemplo interesante de esta tendencia emergente la podemos encontrar en la nomenclatura marciana. La superficie caleidoscópica de Marte ha sido revelada por la nave espacial estadounidense Mariner 9. Se descubrió una profusión de detalles, incluyendo imponentes montañas volcánicas, cráteres de tipo lunar pero mucho más erosionados, y enigmáticos y sinuosos valles que probablemente fueron causados ​​por agua corriente en épocas remotas en la historia del planeta.

Estos nuevos accidentes geográficos estaban ansiosos por recibir un nombre, y la IAU designó diligentemente un comité para proponer una nueva nomenclatura marciana. A través de los esfuerzos de varios de nosotros en el comité, se hizo un intento serio para desprovincializar los nuevos nombres. Era imposible evitar que los principales cráteres recibieran el nombre de astrónomos que habían estudiado Marte, pero la gama de ocupaciones y nacionalidades podía ampliarse significativamente. Por lo tanto, hay cráteres marcianos de más de 60 millas de diámetro nombrados en honor de los astrónomos chinos Li Fan y Liu Hsin; o de biólogos tales como Alfred Russel Wallace, Wolf Vishniac, S. N. Vonogradsky, L. Spallanzani, F. Redi, Louis Pasteur, H. J. Muller, T.H. Huxley, J.B.S. Haldane y Charles Darwin; o de un puñado de geólogos como Louis Agassiz, Alfred Wegener, Charles Lyell, James Hutton y E. Suess (¡hay un Dr. Sues en Marte!); e incluso de algunos escritores de ciencia ficción, como Edgar Rice Burroughs, H.G. Wells, Stanley Winbaum y John W. Campbell Jr.

Pero hay muchas más culturas en el planeta Tierra —incluso aquellas con tradiciones astronómicas identificables— que las representadas por cualquier lista de nombres individuales. En un intento de contrarrestar este problema, al menos en parte, se aceptó una de mis sugerencias, que consistía en nombrar valles marcianos en honor de otros idiomas, en gran parte no occidentales. Algunos de los más destacados son Ares (griego), Auqakuh (Inca), Huo Hsing (chino), Mangala (sánscrito), Nirgal (babilonio), Kasei (japonés), Shalbatana (acadio), Simud (sumerio) y Tiu (Inglés antiguo). Por una curiosa coincidencia, Ma’adim (hebreo) y Al Qahira (en árabe: el dios de la guerra, y que da nombre a El Cairo) están íntimamente pegados.

En cuanto a los masivos volcanes de Marte, una sugerencia, hecha por un entendido europeo, fue nombrar a cada volcán Mona (montaña) seguido del nombre de una deidad romana y usando el caso genitivo latino apropiado; así por ejemplo, tendríamos Mons Martes, Mons Jovis y Mons Veneris. Yo objeté que al menos el último de estos nombres había sido reemplazado por una actividad humana bastante diferente. La respuesta, bastante conmovedora, fue: «Oh, no lo había escuchado antes».

Por fin, a los volcanes marcianos se les adjudicaron los nombres de jardines y montes de la mitología clácisa. Tenemos Pavonis Mons, Elysium Mons y, satisfactoriamente para el mayor volcán del sistema solar, Olympus Mons.

Debido al enorme y reciente aumento en el número de accidentes geográficos que necesitan un nombre —y también porque casi todos los astrónomos muertos ya han sido colocados en uno u otro objeto celeste—, se necesita un nuevo enfoque para la nomenclatura planetaria. En la IAU, reunida en Sydney, Australia, en 1973, se crearon varios comités para examinar cuestiones sobre la nomenclatura planetaria. Las ideas de estos grupos han sido recientemente publicadas en revistas astronómicas y en la prensa. Un problema obvio es que si los cráteres en el resto de planetas ahora reciben los nombres de otra categoría nueva de personas, solo nos quedaremos con los nombres de los astrónomos y científicos en la Luna y unos pocos planetas.

Sería encantador nombrar cráteres en, digamos, Mercurio, en honor de pájaros o mariposas, o ciudades o vehículos antiguos de la época de la exploración espacial. Pero si aceptamos esa manera de hacer las cosas, dejaremos la impresión en los futuros globos terráqueos, mapas y libros de texto de que, entre los humanos, solo honramos a los astrónomos y los físicos; que no nos importan los poetas, compositores, pintores, historiadores, arqueólogos, dramaturgos, matemáticos, antropólogos, escultores, médicos, psicólogos, novelistas, biólogos moleculares, ingenieros y lingüistas.

Después de un prolongado debate, el comité de nomenclatura de Mercurio decidió nombrar los cráteres de Mercurio en honor a compositores, poetas, autores y artistas. Por lo tanto, los principales cráteres se llamarán Johann Sebastian Bach, Homero y Murasaki. Es difícil para un comité de astrónomos, en su mayoría occidentales, seleccionar un grupo de nombres representativos de toda la cultura mundial, y el comité de Mercurio ha solicitado la ayuda de músicos y expertos apropiados en literatura comparada. El problema más tedioso es encontrar, por ejemplo, los nombres de los que compusieron la música de la dinastía Han, esculpieron los bronces de Benín, tallaron los tótems kwakiutl y compusieron poemas épicos melanesios.

No existen mapas fotográficos de la superficie de Venus, porque el planeta está permanentemente envuelto por nubes opacas. Sin embargo, las características de su superficie, incluso ahora, están siendo mapeadas gracias a radares terrestres. En unos pocos años, podremos tener, a través de observaciones en el Observatorio de Arecibo de la Universidad de Cornell, en Puerto Rico, mapas de radar completos de Venus con formaciones de unos pocos kilómetros de ancho. Ya es evidente que hay cráteres y montañas y otras características topográficas de aspecto extraño. El éxito de las naves soviéticas Venera 9 y Venera 10 al obtener fotografías de la superficie de Venus sugiere que algún día las fotografías podrán ser devueltas gracias a aviones o globos en la atmósfera del Venus inferior.

El comité de nomenclatura de Venus propone dos categorías de nombres para las características de la superficie del planeta. Una categoría sería la de los pioneros en tecnología de la radio, cuyo trabajo llevó al desarrollo de las técnicas de radar que han permitido mapear la superficie de Venus: por ejemplo, Faraday, Maxwell, Hertz, Benjamin Franklin y Marconi. La otra categoría, sugerida por el nombre del planeta, sería mujeres. A primera vista, la idea de un planeta dedicado a las mujeres puede parecer sexista. Pero creo que lo opuesto sí sería verdad.

Por razones históricas, a las mujeres se las ha desalentado de seguir el tipo de ocupaciones que ahora se conmemoran en otros planetas. La cantidad de mujeres cuyos cráteres han sido nombrados hasta ahora es muy pequeña: Sklodowska (nombre de soltera de Madame Curie), la astrónoma Maria Mitchell, la pionera de la física nuclear Lisa Meitner, Lady Murasaki y algunas otras. Si bien, según las reglas ocupacionales de otros planetas, los nombres de las mujeres seguirán apareciendo ocasionalmente en otras formaciones planetarias, la propuesta de Venus es la única que permite reconocer adecuadamente la contribución histórica de las mujeres. (Me alegro, sin embargo, de que esta idea no se aplique de manera coherente, no me gustaría ver a Mercurio cubierto con hombres de negocios y a Marte con generales).

En cierto modo, las mujeres han sido tradicionalmente conmemoradas en el cinturón de asteroides, esa colección de rocas abruptas y metálicas que rodean el Sol entre las órbitas de Marte y Júpiter. Con la excepción de una categoría de asteroides nombrados en honor a los héroes de la Guerra de Troya, todos los asteroides llevaban el nombre de mujeres. Primero fue en gran parte mujeres de la mitología clásica, como Ceres, Urania, Circe y Pandora. A medida que las diosas disponibles disminuyeron, el alcance se amplió, como con Sappho, Dike, Virginia y Sylvia. Luego, cuando se abrieron las compuertas del descubrimiento y todos los nombres de las esposas, madres, hermanas, amantes y tías abuelas de los astrónomos estaban exhaustos, se dieron a la tarea de nombrar a los asteroides como mecenas reales o esperados, con un final femenino adjunto: , por ejemplo, Rockefelleria. Por ahora hay más de 1 900 asteroides descubiertos, y la situación se ha vuelto moderadamente desesperada. Pero las tradiciones no occidentales apenas se han aprovechado, y hay una multitud de nombres femeninos vascos, samáricos, ainos, dobues y kung que esperan su turno.

Más allá del cinturón de asteroides, en los planetas y grandes lunas del sistema solar exterior, no se han otorgado nombres no descriptivos hasta el momento. Júpiter, por ejemplo, tiene una Gran Mancha Roja y un Cinturón Ecuatorial del Norte, pero ninguna característica llamada, digamos, Smedley. La razón es que cuando vemos a Júpiter estamos mirando sus nubes, y puede que no sea muy apropiado, o al menos no sea un monumento conmemorativo muy longevo, que Smedley tenga una nube en su honor.

Las cuatro grandes lunas de Júpiter fueron descubiertas por Galileo, cuando los teólogos del momento estaban convencidos de que los otros planetas no podrían tener lunas, y todo gracias una vaga amalgama de ideas aristotélicas y bíblicas. Que Galileo descubriera lo contrario fue desconcertante para los fundamentalistas de la época. Posiblemente, en un esfuerzo por eludir las críticas, Galileo llamó a las lunas en honor de su mecenas, es decir, los Medici. Pero la posteridad ha sido más sabia: actualmente se las conoce como los satélites galileanos. De forma similar, cuando William Herschel descubrió el séptimo planeta, propuso llamarlo «George». Si las mentes más prudentes no hubieran prevalecido, podríamos hoy, en vísperas del Bicentenario de la Revolución Americana, tener un planeta importante con el nombre de Jorge III, y los escolares tendrían que aprender: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y George. En cambio, lo llamamos Urano.

Hay treinta y una lunas conocidas en Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno: ninguna ha sido fotografiada de cerca. Sin embargo, en unos pocos años, la misión Mariner obtendrá imágenes de alta resolución de unas diez de ellas, además de los anillos de Saturno. Nadie sabe qué convenciones de nomenclatura se adoptarán. La superficie total de los objetos pequeños en el sistema solar exterior excede en gran medida las áreas de Mercurio, Venus, Tierra, Luna, Marte, Fobos y Deimos. Habrá una gran oportunidad para que todas las ocupaciones y culturas humanas sean representadas; y me atrevo a decir que también habrá de sobra para honrar a las especies no humanas.

Probablemente haya más astrónomos profesionales vivos hoy en día que en la historia total registrada por la humanidad. Supongo que muchos de nosotros también seremos conmemorados en el sistema solar exterior: un cráter en Calisto, un volcán en Titán, una cresta en Miranda, un glaciar en el cometa Halley. (A los cometas, por cierto, se les dan los nombres de sus descubridores.) A veces me pregunto cuál será el arreglo; si aquellos que son rivales amargos serán separados colocándolos en mundos diferentes, y si aquellos cuyos descubrimientos fueron colaborativos se acurrucarán juntos, borde a borde de sus respectivos cráteres (ha habido objeciones que han consistido en decir que los filósofos de la política son demasiado controvertidos para tenerlos en cuenta, pero yo estaría encantado de ver dos cráteres enormes y adyacentes llamados Adam Smith y Karl Marx).

Algunos pueden pensar que nombrar el sistema solar es una tarea inútil, o al menos ingrata. Pero algunos de nosotros estamos convencidos de que es importante. Es probable que los nombres de lugares asignados se apliquen durante mucho tiempo. Y nuestros descendientes remotos usarán nuestra nomenclatura para sus hogares en la superficie abrasadora de Mercurio, a orillas de los valles marcianos, en las laderas de los volcanes de Titan, o en el paisaje helado del distante Plutón, donde el Sol parece un punto de luz brillante en un cielo de incesante negrura. Su visión de nosotros, de lo que apreciamos y amamos, puede quedar determinada en gran medida por cómo llamemos hoy a las lunas y los planetas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *