She sells seashells on the seashore

.Texto escrito por Ramón Rodríguez Carrero

Esta acuarela de 1830 es la primera reconstrucción artística de un ecosistema del pasado. Representa la fauna marina de lo que hoy es el condado de Dorset (en el suroeste de Inglaterra) a comienzos del periodo Jurásico, cuando la zona era el lecho de un mar tropical poco profundo. En el agua se luchan batallas a cual más disparatada y dos pterosaurios con aspecto de cometas parecen conversar en el cielo. Aunque hoy nos pueda parecer una ilustración muy pueril causó sensación en su época: circularon por toda Europa las litografías que reproducían este paisaje paleontológico. Lo pintó el geológo Henry De La Beche, el primer director del British Geological Survey, para ayudar con el dinero de la venta de las reproducciones a una amiga suya que vivía en la pobreza y el anonimato; ella había descubierto en los acantilados de su pueblo todas esas criaturas que maravillaban al mundo científico.

Richard Anning era un carpintero de Lyme Regis, un pueblecito costero de Dorset, que para complementar sus magros ingresos vendía en su casa fósiles a los turistas, cuando se consideraba el colmo de lo chic coleccionarlos. Los acantilados del municipio estaban llenos de ammonites y belemnites… para quienes se atrevieran a recogerlos. Durante el invierno había frecuentes desprendimientos de rocas y las furiosas tormentas del Canal podían arrojar al mar a cualquier despistado. El señor Anning solía llevarse a sus hijos mayores, Mary y Joseph, en sus peligrosas expediciones, pero murió de tuberculosis en 1810 y Mary, con once años, tuvo que hacerse cargo del negocio familiar.

Un día de 1812, ella y su hermano encontraron el esqueleto de una criatura totalmente desconocida para la Ciencia. Lo vendieron por 23 libras a un coleccionista, que se lo revendió a un naturalista de Londres. El mundo nunca había visto algo así: un reptil marino sin ningún pariente vivo conocido. Hoy sabemos que el fósil pertenecía a un ictiosaurio, un grupo de reptiles marinos muy frecuentes durante el Jurásico y que son un ejemplo por antonomasia de evolución convergente con los delfines. A raíz de este descubrimiento los estudiosos comenzaron a hablar tímidamente del concepto de extinción (que había vislumbrado Cuvier unos años antes) y a cuestionar la veracidad del Génesis, porque Noé no metió a este animal en su arca y se suponía que lo había hecho con todos. Se puso en marcha el debate intelectual que desembocó décadas más tarde en El origen de las especies de Darwin.

La joven Mary, entretanto, seguía saliendo todas las mañanas a desenterrar fósiles en los acantilados de Lyme Regis. Pero los ictiosaurios no eran muy frecuentes, y su familia estaba empezando a pasar hambre. Uno de sus mejores clientes, el teniente coronel Birth, conmovido por las estrecheces de la familia, organizó una subasta de sus propios especímenes en 1820, para donarle los beneficios. Llegaron pujadores de París y Viena y vendió su colección de peces y moluscos prehistóricos por la entonces abultada suma de £400. La joven y misteriosa Mary Anning empezó a ser conocida en los círculos geológicos de toda Europa.

Conocida, pero no incluida. Que fuera mujer, su clase social y el calvinismo que practicaban los Anning le cerraron las puertas de una comunidad científica inglesa dominada por ricos anglicanos. Mary Anning no había recibido ningún tipo de educación formal, y a menudo pedía prestados a sus clientes tratados científicos, que copiaba a mano para poder estudiarlos tranquilamente. Llegó a convertirse en una autoridad en la sistemática y la reconstrucción de organismos fósiles, pero mientras ella se jugaba la vida en los riscos de Dorset, los pedantes geólogos de Londres se atribuían sus hallazgos, que fueron sensacionales.

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En 1823 desenterró el primer esqueleto de plesiosaurio completo del mundo y en 1829 dio con un pterosaurio, un reptil volador que hasta entonces solo había aparecido en las calizas bávaras. Ese mismo año encontró también al pez cartilaginoso Squaloraja. Los años 20 fueron felices. En 1826, Anning consiguió ahorrar suficiente como para comprar un local en su pueblo con escaparate de vidrio (un lujo entonces) al que llamó Anning’s Fossil Depot. Su tienda se convirtió en un lugar de peregrinación para los paleontólogos de la época, que hacían casi todos muy buenas migas con la excavadora y le mandaban cartas solicitando su opinión acerca de problemas científicos. Los periódicos ya hablaban de su curiosa forma de ganarse la vida y de la alegría con la que salía todos los días a picar piedra en lugares muy poco accesibles azotados por el viento y las olas.

La buena racha económica no duró mucho y sus amigos tuvieron que ayudarla. Además de la acuarela de De la Beche, William Buckland intercedió para que el gobierno británico le concediese una pensión por sus contribuciones científicas, que al final se quedó en unas escasas 25 libras anuales. Un día de 1833 estuvo a punto de morir por un desprendimiento de rocas que sí mató a su perrito Tray, su fiel compañero de excavaciones. Dos años más tarde, un socio con el que iba a emprender otro negocio de venta de fósiles se fugó con los ahorros de toda su vida.

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En 1846, cuando se descubrió que Anning tenía un cáncer de mama, la Sociedad Geológica organizó una colecta para pagarle los médicos que no podía permitirse, pero murió unos meses más tarde, a los 47 años. A pesar de que esta institución no aceptó mujeres hasta 1904, su director publicó un obituario en la revista de la asociación destacando los logros de la tenaz paleontóloga.

Además de los espectaculares descubrimientos de reptiles marinos, Anning fue la primera persona que identificó correctamente los coprolitos como lo que son: heces fosilizadas. También descubrió restos de tinta en los fósiles de los belemnites, unos fósiles semejantes a lápices que hasta entonces no se habían asociado con los calamares.

A pesar de que fue la más famosa (Charles Dickens le dedicó un opúsculo y hace unos meses, Google uno de sus doodles), Anning no fue la única paleontóloga de su época. De hecho, casi podría decirse que el estudio de la vida en el pasado a principios del XIX fue cosa de chicas. Elizabeth Philpot, Etheldred Benett, Mary Sommerville, Elizabeth Carne, Barbara Hastings… Una lista que sería todavía más larga si contásemos a quienes, como Mary Buckland, trabajaban en la sombra para sus maridos. Mujeres que ampliaron las fronteras de la Ciencia cuando casi nadie reconocía sus contribuciones y que descubrieron mil mundos maravillosos leyendo lo que estaba escrito en la piedra.

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