Ruinas: la lección de lo decadente

Una de mis pasiones inconfesables —aunque esté confesándola aquí— es colarme en sitios abandonados. A veces ese hobby me ha llevado a lugares lejanos y a historias de final extraño. No obstante, esas incursiones entre el límite del bien y del mal me han ayudado a alimentar la imaginación y, ante todo, a extraer lecciones de lugares que fueron, en otro tiempo, estandartes de su época.

Sobre ello habló Arthur C. Clarke en su libro «Las fuentes del paraíso», que narra la odisea de un arquitecto para intentar construir el primer ascensor espacial (si no sabes qué es un ascensor espacial, Daniel Marín habló de ello en un artículo de Naukas [1]). El libro, no obstante, también tiene mucha relación con unas ruinas de la imaginaria región de Taprobane —inspirada casi totalmente en Sri Lanka—. En una de las inscripciones de las ruinas, un rey decidió firmar sencillamente como «el rey», suponiendo que era alguien tan importante que todo el mundo debería saber quién era. No obstante, el paso de los siglos impedía saber, de hecho, de qué rey se trataba. ¿Cómo podría imaginar el hombre más poderoso de su época que algún día otros reyes eclipsarían su nombre? Esa es una de las primeras lecciones que aprendemos de las ruinas, que todo poder es inútil ante el paso de los siglos, e incluso los imperios más importantes son borrados del recuerdo si uno deja pasar el tiempo suficiente.

Otro escritor, esta vez un poeta, también habló del poder de las ruinas. «Ozymandias» es un soneto escrito por Percy Bysshe Shelley —marido de la famosa Mary Shelley, que dio vida literaria a Frankenstein—. En este poema, Shelley relata que un viajero se encontró con unas ruinas en mitad del desierto, y en ellas había una cabeza de piedra destrozada por el paso de los años y una inscripción que decía: «Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!». Pero no había nada que observar, el rey que se creía un dios ahora era una montaña de piedras en mitad del desierto. Sus obras se habían convertido en arena. Podéis leer el poema en versión original y traducido a continuación. Como dato adicional, también fue usado en la magnífica obra gráfica de ciencia ficción Watchmen (que tuvo una película de idéntico nombre en 2009).

 

Ozymandias (Versión original)

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,

And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.

And on the pedestal these words appear:
«My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!»

Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away

 

Ozymandias (Español)

Conocí a un viajero de una tierra antigua
quien dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño

y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.

Y en el pedestal se leen estas palabras:
«Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!»

Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas»

 

La decadencia que encontramos en los sitios abandonados y ruinosos nos invita a pensar que conquistar la eternidad es una tarea imposible. Las cosas que son importantes dejarán de serlo; el orden dará paso al desorden; la naturaleza se cobrará su tributo y derruirá las obras del ser humano; lo que antaño fue sagrado para millones de personas será un cuento para las generaciones del futuro y nuestras posesiones más preciadas acabarán en la basura, rotas o vendidas en un rastro al mejor postor.

Una de mis aventuras entre ruinas me llevó a una fábrica abandonada. Fue, en su tiempo, la más grande Europa —según me contaron—. Era parte de una gran empresa que fue todo un ejemplo de su sector. Y allí, entre jaulas antiguas, muebles carcomidos por el fuego y las termitas, motores gigantescos abandonados a su suerte, facturas desperdigadas por el suelo, paredes desplomadas y enredaderas conquistando despachos, aprecié una vez más que la decadencia nos enseña una lección de humildad que no debemos olvidar. El nombre de la fábrica me lo guardo para mí, pero las fotos de aquel lugar las dejo como testimonio de que, incluso cerca de casa, existen historias asombrosas que han sido borradas, pero que si abrimos los ojos podemos encontrar auténticos tesoros en los sitios más insospechados.

[1] El ascensor espacial: autopista hacia el cielo. Por Daniel Marín.

 

 

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