Texto escrito por Javier y Pablo Martínez Hernández, Colegio La Purísima (Torrent)
Vivimos y prosperamos en un mundo lleno de virus, ya que todos los seres vivos son infectados por algún tipo. No podemos escapar de ellos y no solo hacen que enfermemos, sino que probablemente también sean responsables de nuestra salud. El número de virus que alberga nuestro planeta es asombroso y este es uno de los principales reflejos de su éxito. Para hacernos una idea de su ingente número centrémonos, por ejemplo, en los bacteriófagos (virus que infectan a bacterias). Hay más de 10 elevado a treinta de estos virus y si calculamos su masa total observaremos que superaría a la de todos los elefantes en más de mil veces. Y, además, si alineáramos solamente estos bacteriófagos que habitan en los océanos uno detrás de otro formaríamos una línea que mediría unos 200 millones de años luz… Y no menos fascinante es que hayan conseguido todo eso con su reducido tamaño y con la “simplicidad» de su estructura. Además, el 8% de nuestro genoma está formado por remanentes víricos que nos han acompañado desde hace cientos de miles de años. Todavía hoy no se sabe exactamente si esto es o no beneficioso, aunque algunos científicos opinan que si nos han acompañado durante tantísimo tiempo, incluso antes de convertirnos en humanos, es porque son beneficiosos.
Pero, ¿cómo de presentes están en nosotros? Parece ser que, de media, alojamos permanentemente en nuestro cuerpo una docena de virus diferentes. Y no siempre nos hacen enfermar. Uno de los numerosos ejemplos de virus que sí son beneficiosos para sus huéspedes lo encontramos en una especie de planta perteneciente al género Panicum, la cual habita en entornos sometidos a muy altas temperaturas. Se ha descubierto que para que esta gramínea sobreviva a estas temperaturas debe estar colonizada por un hongo, el cual debe estar, a su vez, infectado por un virus. Es decir, en este caso el virus es parte de una simbiosis con el hongo y la planta.
Además, una de las cosas más interesantes de los virus es que, tal vez en un futuro, los podremos utilizar como un tratamiento más eficaz contra el cáncer. Este método, conocido como viroterapia oncolítica, aún está en fase de experimentación y se están realizando ensayos clínicos en humanos con resultados muy prometedores. El hecho de que los virus pudieran servir para tratar el cáncer ya había sido observado hace casi un siglo, pero ha sido en la última década cuando, gracias a la mejor comprensión de la biología viral, la inmunología tumoral y la genética molecular, se han realizado los ya nombrados ensayos. La viroterapia pretende sustituir en el futuro a la quimioterapia (menos certera). Consiste en la utilización de virus modificados genéticamente para reconocer las células cancerosas, infectarlas y, en el caso de los virus oncolíticos (aquellos que destruyen la célula al salir de esta), originar muchas copias que buscarán y destruirán más células cancerosas.
La utilización de los virus para atacar el cáncer posee diferentes características favorables. La más importante de ellas es la selectividad, es decir, la capacidad para atacar un grupo concreto de células, en este caso las cancerosas, y no infectar a las células sanas. Esta selectividad se da gracias a que los virus se programan genéticamente para que se reproduzcan en las células cancerosas la mayor parte de las veces.
Además, cuando la célula cancerosa es infectada se producen citocinas, moléculas que regulan la actividad del sistema inmunitario. En el momento en que la célula se rompe por la salida en tropel de los virus oncolíticos, ésta libera un mensaje químico cuya función final es alertar a las células responsables de la destrucción de las células infectadas por el virus.
La aplicación de la viroterapia es una larga carrera que aún se está librando. Sus prometedores resultados necesitan ser probados en más pacientes, pues existe el riesgo de que estos virus modificados genéticamente puedan ser nocivos. Aún así, este tratamiento augura un camino viable para curar el cáncer.
Pero, ¿qué es un virus? Se puede definir como un parásito infeccioso, intracelular y capaz de sobrevivir solo en unas condiciones particulares. Además, los virus empaquetan su genoma en una partícula, que es imprescindible para que este se transmita de huésped a huésped. El genoma contiene toda la información necesaria para iniciar y completar un ciclo infeccioso, que comienza cuando el virus infecta a una célula para establecerse en una población celular y así poder perpetuarse. El ciclo de reproducción del virus, la batalla que se libra cada día en las células de nuestro cuerpo, comienza con la fijación del virus a la membrana de la célula, que la separa del exterior; posteriormente, el virus se introduce dentro de la célula, su material genético se desenvuelve y se replica; y por último, los millares de virus ya copiados se ensamblan y se liberan, dispersandose por el organismo e infectando nuevas células. Estos procesos y las estrategias para llevarlos a cabo han ido evolucionando y perfeccionándose en ambos bandos, haciéndonos a ambos más fuertes.
Esto nos lleva a la pregunta :¿están vivos los virus? Para responder a esta cuestión primero debemos definir qué es la vida. Ésta se puede definir como “el estado de los organismos complejos que se caracteriza por la capacidad de nutrirse, relacionarse y reproducirse”.
Se suele decir, por tanto, que los virus (refiriéndonos a las partículas infecciosas) no están vivos, ya que están formados por compuestos químicos inertes que, por ellos mismos, no pueden llevar a cabo las funciones vitales hasta que infectan una célula. Por tanto, los virus están completamente a merced del medio en el que se encuentran.
Para intentar combatirlos, los antibióticos no son una opción a considerar pues sólo funcionan ante infecciones bacterianas.
Cuando tratamos de prevenir infecciones víricas, una de las soluciones que se nos presenta son la vacunas. Estamos constantemente siendo infectados por virus y la función de las vacunas es que generemos una inmunidad contra una enfermedad estimulando la producción de anticuerpos, que son las moléculas que viajan por el torrente sanguíneo y se adhieren a los elementos invasores. De esta forma, son más fácilmente reconocidos y posteriormente destruidos por otras células especializadas en esta tarea. Cuando somos infectados por un invasor, por ejemplo un virus, nuestro sistema inmunitario produce una respuesta en la que se crean una gran cantidad de anticuerpos en un período aproximadamente de 7 a 14 días. Estos anticuerpos permanecerán durante años en adelante, aunque en menores cantidades, en nuestro cuerpo. Y es este proceso de inmunización natural lo que imitan las vacunas.
La primera vacuna de la que tenemos constancia en Europa fue creada en 1796 en Inglaterra por el médico Edward Jenner. Aunque un método muy similar ya se llevaba haciendo en China y en Turquía siglos atrás. Jenner observó que las lecheras que ordeñaban las vacas no enfermaban de viruela, la cual, por aquellos días azotaba a la población provocando una gran mortalidad. Así que inoculó muestras de las lesiones de vacas infectadas por viruela bovina en personas sanas para ver si quedaban inmunizadas contra la enfermedad. Años más tarde, Pasteur acuñó el término ‘vacunación’ a este proceso en honor a Jenner y a sus experimentos con vacas. Poco a poco, la vacunación se extendió, aplicándose así a otras muchas enfermedades. Por tanto, gracias a las vacunas principalmente, hemos sido testigos de un aumento de la esperanza de vida. A día de hoy, se siguen llevando a cabo numerosas campañas de vacunación para inmunizar a la población y erradicar numerosas enfermedades (muchas de ellas víricas). Pero, ¿por qué numerosas vacunas como la de la gripe se deben reformular, a veces, incluso anualmente? Esto ocurre porque los virus, a medida que circulan en una población, infectan a tanta gente que mutan abundantemente y la estructura de su cápsula cambia, por lo que las vacunas existentes dejan de ser eficaces. Es por ello que expertos de todo el mundo se reúnen cada año para decidir y seleccionar las cepas que se manufacturarán para la siguiente temporada.
Sin embargo, en muchas ocasiones se diagnostica una enfermedad vírica en gente que no ha sido vacunada previamente. En estos casos, la vacunación ya no se contempla, pero existe otra forma de detener estas infecciones: los medicamentos antivirales, cuya función es inhibir o inutilizar los virus para que no puedan llevar a cabo su multiplicación. Desde hace más de 50 años se ha investigado en el desarrollo de estos medicamentos. Pero, a día de hoy, existen disponibles unos 30 aproximadamente, y la mayor parte de ellos actúan contra virus como el VIH y los herpes, y también el virus de la hepatitis C o de la gripe. Pero, ¿por qué son tan pocos? Uno de los motivos principales es muy la dificultad para trabajar con algunos de estos virus, ya sea porque son muy peligrosos, porque no pueden ser cultivados en células o porque no hay modelos de animales para testarlos. Otro motivo por el que hay tan pocos antivirales es que muchas de estas enfermedades se desarrollan con tanta rapidez que en muchos casos, cuando se diagnostican ya es demasiado tarde para que hagan efecto. Afortunadamente, los esfuerzos que se realizan en su desarrollo hacen que nos dirijamos hacia antivirales más precisos y potentes y hacia métodos de diagnóstico más rápidos y sensibles.
Los virus son increíbles, poseen una estructura y unos mecanismos de gran complejidad y posibles aplicaciones que sólo comenzamos a comprender. Caminan sobre la estrecha franja que separa los seres vivos de la materia inerte. Y aunque sus orígenes aún son inciertos, podemos afirmar que son muchísimo más antiguos que la mayoría de seres vivos que conocemos. Han evolucionado junto a nosotros obligándonos a adaptarnos y a transformarnos. Somos como somos en gran parte gracias a ellos, y, aunque muchas veces no nos acordemos de su importancia, cada minuto, de cada día, de cada año, en cada uno de nosotros se está librando una batalla que escribirá el futuro de ambos (en palabras de Carl Sagan) en este diminuto punto azul celeste.