Otros mundos I: La fragua de Vulcano
Otros mundos II: Mercurio, el mensajero de los dioses
Podría parecer una noche cualquiera. Las estrellas brillaban y los primeros humanos las observaban. En ese momento hipotético, un grupo de personas se preguntaba qué eran aquellas cosas que emitían luz. En su idioma primitivo debatían si eran dioses, fuegos del más allá creados por otros seres o, por el contrario, algo fuera del alcance de su imaginación. Nadie obtuvo una respuesta satisfactoria ese día, pero tampoco durante los siguientes milenios.
Nuestros antepasados no eran tontos. Carecían de los conocimientos adecuados para entender qué veían sus ojos, pero sus cerebros eran igual de maravillosos y complejos que los nuestros. Además, a diferencia de nosotros, los descendientes de aquellos primeros observadores dependían totalmente de sus habilidades como cazadores y recolectores, y más tarde también como agricultores y ganaderos. Pronto se dieron cuenta de que las misteriosas luces cambiaban con el paso del tiempo, pero la pregunta interesante era, ¿de qué forma? Bien podría ser que el cielo fuera un flujo constante de cambios, que las estrellas nunca estuvieran en el mismo lugar. Pero existía otra posibilidad, que siempre se repitiera el mismo ciclo.
Los seres humanos primitivos no entendían por qué sucedía, pero eran conscientes de la estaciones, es decir, de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Sabían que había una sucesión de temperaturas, que después del frío venía el calor, y que después del calor aparecía el frío. Así debía ser. También se dieron cuenta de que había mejores épocas para sembrar y recolectar, que era mejor que los animales se reprodujeran en algunos momentos específicos, que las lluvias se concentraban en algunos periodos y así muchos ejemplos más. Pero allí arriba, desde el cielo, las estrellas revelaron su secreto: ellas también seguían un ciclo. Y si uno se fijaba en todos los acontecimientos, parecían coincidir. Las estrellas que estaban en el cielo cuando había que sembrar eran siempre las mismas, y las que estaban cuando había que recolectar, y las que aparecían cuando llegaban las lluvias. Y así el ser humano aprendió a predecir el futuro mirando las estrellas.
Los siglos pasaron para aquellos agricultores, que poco a poco se transformaron en artesanos y pensadores. Y en una pequeña ciudad egipcia cercana a Tebas, uno de esos pensadores tuvo una gran idea. Se llama Ptolomeo, y muchos antes que él habían propuesto que todo giraba alrededor de la Tierra. Él dio consistencia matemática a esa idea que, aunque era falsa, fue muy útil a la humanidad para poder predecir las posiciones de los cuerpos celestes. Pero aquí es donde comenzó a torcerse todo. Las estrellas parecían dar vueltas alrededor de la Tierra, pero habían unos pequeños rebeldes sin causa que no querían dar vueltas alrededor nuestro. Parecían estrellas normales y corrientes, pero les llamaron planetas, que en griego significaba errante. El motivo era claro: siguiendo la teoría de Ptolomeo, todo giraba en círculos en torno a la Tierra menos esos planetas. Eran Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. La humanidad aún tardaría muchos siglos en darse cuenta de que, en realidad, nada excepto la Luna daba vueltas a la Tierra. Es más, también se darían cuenta de que esos planetas eran, en realidad, otros mundos como la Tierra.
En estos artículos viajaremos a esos mundos, nos sumergiremos en su historia y en sus mares de arena, metano y agua líquida. Contemplaremos la mitología que encierran, pero ante todo usaremos nuestra imaginación.
Bienvenidos a Vulcano
La vida de Urbain Jean Joseph Le Verrier estuvo marcada por dos descubrimientos que realizó usando solamente las matemáticas. El científico vivió durante el siglo XIX, cuando la teoría de la gravedad de Isaac Newton ya había dado grandes frutos a la humanidad. Y uno de esos frutos era la predicción exacta de eventos astronómicos. O al menos eso pensaban en aquel entonces.
El primero de los logros de Le Verrier fue apasionante y espectacular: descubrir la existencia de un nuevo planeta usando predicciones matemáticas y datos de observaciones astronómicas, le llamaron Neptuno. En otro capítulo ahondaremos más en ese descubrimiento, pero hoy nos ha traído aquí el segundo planeta que descubrió este matemático: Vulcano.
Vulcano (en latín Vulcanus) era el dios del fuego y los volcanes en la mitología romana, también conocido como Hefesto en la mitología griega. Era hijo de Júpiter y esposo de Venus, y entre otras cosas se dedicaba a forjar hierro y crear armas. Ahora bien, si regresamos a la astronomía y estás pensando que Vulcano es el planeta natal del señor Spock de Star Trek, estás en lo cierto, pero nos referimos a otro mundo dentro de nuestro sistema solar, en concreto a uno situado entre el Sol y Mercurio. De hecho, recibió su nombre por su cercanía al Sol, ¿quién si no merecería portar el nombre del dios del fuego? Y la historia de este planeta comenzó en 1840 cuando François Arago, en ese momento director del Observatorio de París, y Le Verrier, se dieron cuenta de que podían explicar una variación de 43 segundos de arco —el equivalente a 1/3600 grados sexagesimales— que se había detectado en un punto de la órbita de Mercurio, en concreto en el sitio más cercano de su órbita con el Sol. La explicación era obvia: teniendo en cuenta la Ley de la Gravitación Universal de Isaac Newton, eso era imposible sin un pequeño planeta distorsionando las observaciones. Así que el planeta debía de estar allí.
Tras el anuncio muchos astrónomos declararon haber sido los primeros en ver el planeta, pero no había registros oficiales de su existencia. Además había otro problema: al ser un planeta tan pequeño y cercano al Sol, el único momento donde sería completamente visible sería durante un eclipse. Y el momento llegó en julio de 1860 en España. Grandes astrónomos se dieron cita en el país para buscar el planeta invisible durante el eclipse, pero nadie lo vio.
Un año después de la muerte de Le Verrier, en julio de 1878, otro eclipse de Sol ocurrió en Estados Unidos y muchos astrónomos fueron allí con instrumentos, telescopios y cámaras de ultima generación —para los estándares del siglo XIX—, y efectuaron una observación sistemática y detallada de las inmediaciones del Sol. Incluso el mismísimo Thomas Alva Edison estuvo en uno de los equipos probando un termómetro recién inventado que se usó en las mediciones. Y por fin se obtuvieron resultados: uno de los grupos divisó no uno, ¡sino dos planetas más allá de Mercurio! Pero otros científicos aseguraron que esas observaciones correspondían a dos estrellas cercanas a la periferia del Sol. Finalmente, en 1883, el astrónomo Edward S. Holden, despejó todas las dudas durante otro eclipse. Vulcano nunca había existido más allá de las fórmulas matemáticas de Le Verrier, quien sí tuvo éxito encontrando el planeta Neptuno del mismo modo. Pero entonces, ¿qué había fallado en este caso?
El fantasma de la relatividad
Hubo que esperar a que el famoso Albert Einstein descubriera una verdad que asombró al mundo en 1915: Newton estaba equivocado. Pero del mismo modo que con Ptolomeo, su teoría nos sirvió para una gran cantidad de cosas a pesar de no ser cierta. Ahora bien, con la nueva teoría de la Relatividad General de Einstein, las distorsiones en la órbita de Mercurio se explicaban perfectamente y la nueva órbita calculada era exactamente igual a la observada. Supuestamente, a partir de ese momento se descartó la hipótesis de la existencia del planeta Vulcano, pero aún quedaban personas convencidas de que era real.
La mayoría de los astrónomos abandonaron la búsqueda de Vulcano, pero otros sostenían que algunas de las observaciones realizadas por tanta gente tenían que tener un origen. Henry Courten fue uno de los vulcanianos más reconocidos —de nuevo, no nos referimos a los vecinos del señor Spock—. De hecho, estudiando fotografías de un eclipse de 1970, detectaron varios objetos y propuso la existencia de un cinturón de asteroides entre Mercurio y el Sol. No obstante, la realidad es que ninguna de estas teorías ha sido probada después de cuarenta años de observaciones, y todo se atribuye a errores de observación y pequeños asteroides de poca masa. Resultó ser que, el primero los planetas en nuestro viaje por el sistema solar, nunca existió. Fue, sencillamente, un fantasma creado por nuestra propia ignorancia.
Fernando Cervera Rodríguez es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde también realizó un máster en Aproximaciones Moleculares en Ciencias de la Salud. Su labor investigadora ha estado centrada en aspectos ligados a la biología molecular y la salud humana. Ha escrito contenidos para varias plataformas y es redactor de la Revista Plaza y de Muy Interesante. Ha sido finalista del premio nacional Boehringer al periodismo sanitario y ganador del Premio Literario a la Divulgación Científica de la Ciutat de Benicarló en el año 2022. También ha publicado un libro con la Editorial Laetoli, que trata sobre escepticismo, estafas biomédicas y pseudociencias en general. El libro se titula “El arte de vender mierda”, y otro con la editorial Círculo Rojo y titulado “A favor de la experimentación animal”. Además, es miembro fundador de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.