Emperadores y bocadillos: cuando el aluminio era más caro que el oro

Hubo en tiempo en que el aluminio valía ocho veces más que el oro, pero hoy en día envolvemos nuestros bocadillos con él y lo tiramos a la basura. Me dispongo a contar una historia curiosa donde las haya, que tiene por protagonistas a emperadores, joyas, guerras y, como no, algún que otro científico.

El aluminio es un metal formado por el elemento químico del mismo nombre, y se caracteriza por su gran abundancia: de hecho, es el tercer elemento más común en la superficie terrestre —el primero y el segundo son el oxígeno y el silicio—. Entonces, sabiendo la gran abundancia de este metal, ¿cómo puede ser que antaño valiera mucho más que el oro? La respuesta es sencilla: a pesar de que es altamente común, es tremendamente raro encontrarlo a él solo, y siempre aparece formando compuestos con otros elementos. Así que hubo que esperar hasta el año 1825 a que Hans Christian Orsted, un danés que entre otras cosas descubrió el electromagnetismo, lo aislara de forma impura. Dos años después, en 1827, Friedrich Wöhler consiguió purificarlo por fin, aunque solo había un problema: el proceso requería una gran cantidad de electricidad para la época y además era muy complicado.

Barras de aluminio, exposiciones y emperadores

Nos hemos quedado con Wöhler y su método para extraer aluminio, y si bien no era un proceso imposible la realidad es que era excesivamente laborioso. Así que después de este químico llegó Henri Sainte-Claire Deville —descubridor del tolueno y el anhídrido nítrico— con un nuevo método que simplificaba ligeramente el de Wöhler, y se comenzó a fabricar en pequeñísimas cantidades: de hecho era tan preciado y raro que valía ocho veces más caro que el oro; y todo esto nos lleva hasta la Exposición Universal de 1855.

Las Exposiciones Universales son unos eventos de gran envergadura que se hacen desde mitad del siglo XIX, y pretenden mostrar al gran público los avances científicos más punteros, los rasgos culturales más recónditos del planeta y un sin fin de cosas curiosas, como nos recordaba Isaac Asimov en un artículo escrito en 1964. Cabe destacar de su importancia y emblemismo que, por ejemplo, la Torre Eiffel de París fue construida para mostrar al mundo los avances en arquitectura para la Exposición Mundial de 1889. Pues volviendo al aluminio, en 1855 se mostraron, junto a las joyas de la corona de Francia, unas barras de aluminio. La época del evento —en el que participaron 34 países— coincidió con el establecimiento del imperio de Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte y último rey de Francia antes de la llegada de la democracia.

Napoleón III estaba casado con la noble española Eugenia de Montijo, quien apoyaba de forma directa los avances científicos: de hecho, fue la gran impulsora de la financiación para el químico Louis Pasteur y los inicios de la vacunación, y para Ferdinand de Lesseps, el ingeniero que llevó a cabo el canal de Suez y el canal de Panamá. Así que con ese contexto a sus espaldas, no es de extrañar que Napoleón III se fijara en las barras de aluminio que había en la exposición de 1855.

Napoleón III había comenzado su reinado y quería impresionar, así que contrató a Henri Sainte-Claire Deville para que le fabricara aluminio, y el resultado no se hizo esperar: el metal se puso de moda como producto de joyería y lujo, algo parecido a lo que pasaría con el plástico durante el Art déco de comienzos del siglo XX. De hecho, Napoleón III mandó hacer una cubertería enteramente de aluminio para recibir a sus invitados, y daba barras de aluminio a personalidades de la época a modo de regalo halagador —nadie podrá negar que hizo todo lo posible por intentar parecer poderoso—. Por ejemplo, en 1855 regaló aluminio a Michael Faraday, un físico inglés que, entre otras cosas, fue un pionero del estudio del electromagnetismo.

Figura 1: Sonajero de aluminio, oro y diamantes mandado hacer por Napoleón III para su hijo, en un intento de mandar una señal de ostentación y poder imperial. Data de 1856 según las fuentes consultadas.

La caída de un emperador y del precio del aluminio

Nadie podrá negarle a Napoleón III, allá donde esté, que puso mucho esfuerzo en parecer un emperador grande a la altura de su tío; pero no lo consiguió. El final de su reinado comenzó cuando, en 1861, México anunció que dejaría de pagar su deuda externa a España, Inglaterra y Francia. El motivo era que, tras su independencia de España, había estado en una perpetua guerrilla entre facciones y el país, después de tanta inestabilidad, no tenía dinero para pagar. Inglaterra y España entendieron los motivos, pero Francia le declaró la guerra a México y comenzó sus planes para invadir México —como podéis ver, todo muy a lo Napoleón—. Pero claro, Napoleon III, por más aluminio que tuviera, no tenía ni la fuerza ni la destreza militar de su tío, y unos 50 años después de que Napoleón perdiera la batalla de Waterloo, Napoleón III fue terriblemente derrotado en la batalla de Puebla en 1862, y todo ello por tropas que contaban con muchos menos recursos que los del país europeo.

Pocos años después, como consecuencia de que Napoleón III intentara anexionarse Luxemburgo, comenzó la guerra franco-prusiana de 1870, que terminó un año después con Napoleón III vencido de forma total y estrepitosa. El rey, sin aliados en su país o fuera de él, fue hecho prisionero y se declaró en Francia la Tercera República.

Casi como si de un vaticinio se tratara, unos pocos años después de la caída del rey del aluminio, el químico americano Frank Jewett lanzó un reto a sus alumnos: fabricar aluminio de forma rentable para venderlo para usos comerciales y prácticos, ya que el primero en hacerlo se convertiría en un hombre rico. Charles Martin Hall, uno de sus alumnos, se lo tomó como un reto personal. De forma independiente, el francés Paul Héroult también trabajó en el problema, y de manera paralela patentaron un proceso de fabricación que hoy se conoce como Hall-Héroult, donde un compuesto de aluminio conocido como alúmina (Al2O3) se disuelve en una cubeta electrolítica junto a carbón —siguiendo la reacción química de más abajo—, liberando aluminio y dióxido de carbono.

2 Al2O3 + 3 C → 4 Al + 3 CO2

La nueva técnica aumentó el aluminio que se producía, y se pasó de 2 toneladas en el año 1882 a 6700 toneladas en el 1900. Este hecho hizo que el precio del metal fuera bajando hasta cifras que permitieron usarlo en la construcción. Hoy en día es tan común que bebemos refrescos o almacenamos anchoas en latas de aluminio, y envolvemos los bocadillos de salchichón en el mismo metal que Napoleón III usaba para servir manjares a sus invitados durante sus delirios de grandeza. Y todo ello gracias a unos cuántos químicos que utilizaron su ingenio para ello.

 

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